martes, 29 de marzo de 2011

BOCA A BOCA, DE DELMIRA AGUSTINI.

Copa de vino donde quiero y sueño
beber la muerte con fruición sombría,
surco de fuego donde logra Ensueño
fuertes semillas de melancolía.

Boca que besas a distancia y llamas
en silencio, pastilla de locura,
color de sed y húmeda de llamas…
¡Verja de abismos es tu dentadura!

Sexo de un alma triste de gloriosa;
el placer unges de dolor; tu beso,
puñal de fuego en vaina de embeleso,
me come en sueños como un cáncer rosa…

Joya de sangre y luna, vaso pleno
de rosas de silencio y de armonía,
nectario de su miel y su veneno, 

vampiro vuelto mariposa al día.

Tijera ardiente de glaciales lirios,
panal de besos, ánfora viviente
donde brindan delicias y delirios
fresas de aurora en vino de poniente…

Estuche de encendidos terciopelos
en que su voz es fúlgida presea,
alas del verbo amenazando vuelos,
cáliz en donde el corazón flamea.

Pico rojo del buitre del deseo
que hubiste sangre y alma entre mi boca,
de tu largo y sonante picoteo
brotó una llaga como flor de roca.

Inaccesible… Si otra vez mi vida
cruzas, dando a la tierra removida
siembra de oro tu verbo fecundo,
tú curarás la misteriosa herida:
lirio de muerte, cóndor de vida,
¡flor de tu beso que perfuma al mundo!

SEMPER EADEM, DE CHARLES BAUDELAIRE,

"¿De dónde os viene, decís, esta tristeza extraña,
Trepando como el mar sobre el peñón negro y desnudo?"
—Cuando nuestro corazón ha hecho una vez su vendimia,
¡Vivir es un mal! Es un secreto de todos conocido,

Un dolor muy simple y nada misterioso,
Y, como vuestra alegría, brillante para todos.
Deja de buscar, entonces, ¡Oh, bella curiosa!
Y, por más que vuestra voz sea dulce, ¡callad! ¡callaos!

¡Callad, ignorante! ¡Alma siempre arrebatada!
¡Boca de risa infantil! Más aún que la Vida,
La Muerte nos retiene casi siempre con lazos sutiles.
¡Dejad, dejad mi corazón embriagarse de una mentira,
Sumergirse en vuestros bellos ojos como en un hermoso sueño,
Y dormitar mucho tiempo a la sombra de vuestras pestañas!

domingo, 27 de marzo de 2011

UNA NUEVA VIDA. 5ª Parte: María.



Tras una larga charla con la Señorita María, no podía negar que esta chica cada vez me caía mejor, y Carlos parecía entusiasmado, aunque él estaba muy callado, nunca lo había visto así, tan silencioso, parecía que se le había comido la lengua el gato, Carlos no despegaba los ojos de la Señorita María, tal parecía que el jovencito estudiante se había enamorado de la joven profesora, esto me parecía muy gracioso.
- ¡Muy bien, Señorita María!, ¿Cuando puede empezar con su trabajo?- le pregunté.
- Pues, cuando vos lo dispongáis.- me contestó.- Solamente tengo que recoger mi equipaje de la posada del pueblo, para poder alojarme aquí.
- Permitidme, que os ayude con eso, mandaré un carruaje para traer vuestro equipaje.- le ofrecí.
- Gracias, pero no quisiera ser una molestia.- respondió con su sonrisa habitual en el rostro.
- Para nada, es una molestía, todo lo contrario.- le contesté.
Entonces me volví hacia Carlos, que seguía ensimismado mirando a la Señorita y muy amablemente le pedí:
- ¡Por favor, Carlos!, ¿podrías avisar a Juan para que venga a verme lo antes posible?
Carlos sin mediar palabra, asintió con la cabeza, y salió de la biblioteca. Demonio de chico, si que estaba raro desde que vió a la nueva profesora.
En cuestión de un par de minutos, Juan llamaba a la puerta.
- Da su permiso, Señor.- decía Juan desde la puerta, con una picarona sonrisa.
- Adelante, Juan, pasa.- le pedí, con una media sonrisa en mi cara.
- ¿En qué puedo servirle, Señor?- me preguntó.
- Por favor, manda a alguien con un carruaje para que lleve a la Señorita María a la posada, para recoger su equipaje.- le pedí.
- Yo mismo me ocuparé de este menester, Señor.- me respondió Juan.
- Muy bien, Juan, ocupaos de ello.- le dije.
- Todo arreglado, Señorita, Juan os acompañará y os ayudará en lo que necesitéis, podéis confiar en él, es mi hombre de confianza, además de un buen amigo.- le dije a la profesora.
- Muchas gracias, Señor, estaremos de vuelta en poco tiempo.- me respondió la Señorita.
- Señorita, por favor, ¿podéis acompañarme?- le pidió Juan a la Señorita María.
- Con vuestro permiso Señor.- se despidió Juan conforme abandonaba la biblioteca.
- Hasta dentro de unas horas.- se despidió la Señorita María que acompañaba a Juan.
- Hasta dentro de un rato.- me despedí de ambos.
Juan, sacó una calesa de las cocheras y acompañó a la Señorita María a la posada, para cancelar su estancia en esta y recoger su equipaje, para poder así alojarse en la Hacienda. De regreso a la Hacienda, Juan llevó el equipaje de la Señorita a su nueva habitación y le mostró su nuevo alojamiento a la Señorita María. La nueva profesora se acomodó en su habitación, su habitación era muy espaciosa, con una gran y comoda cama, un gigantesco guardaropa, donde poder guardar sus vestiduras, también disponía de un escritorio donde poder preparar su trabajo y de librerias donde poder colocar sus libros, un gran sofa donde descansar y relajarse, junto al calor de una gran chimenea, y esta habitación tenía un gran balcón con vistas al inmenso y precioso jardín de la Hacienda.
- Espero que la habitación sea de su agrado, Señoria.- le dijo Juan.
- Gracias Juan, es,,, es perfecta, es mucho mejor de lo que me esperaba.- respondió muy contenta a la vez que examinaba la estancia de arriba a abajo.- me encanta y las vistas al jardín son maravillosas, desde aquí se puede percibir el delicioso perfume de las flores.
- Me alegra que se sienta tan agusto.- le replicó Juan.- Ahora la dejaré a solas, para que pueda deshacer su equipaje, en cuestión de poco tiempo, será la hora del armuerzo, y vendré a buscarla, para acompañarla al comedor.
- Muy bien Juan, esperaré a que venga a buscarme, gracias por todo.- le agaradeció la Señorita a Juan.
- De nada Señorita, todo un placer.- le respondió Juan, mientras le sonreía.
- Solo una cosa más Juan, por favor, llameme por mi nombre, María.- le pidió.
- Como gustéis, María, en breve vendré a buscaros.- le contestó Juan, antes de salir de la habitación.
- De nuevo, gracias por todo.- se despidió Maria.
Juan dejó a María en sus nuevos aposentos, y se dirigió a mi despacho, donde me encontraba revisando los libros de cuentas con Carlos, que siempre me ayudaba con tales tareas, le entusiasmaba ayudarme con estas cosas.

Estabamos los dos ocupados con las cuentas cuando llegó Juan al despacho, con una sonrisa de oreja a oreja.

- Da su permiso, Señor.- pidió Juan.
- Anda, pasa, que contigo quería yo hablar.- le autoricé.
- Sí Señor, ¿de que queríais hablarme?- preguntó con una sonrisa picarona.
- Mira que eres granuja.- le dije.- Que callado te tenías lo de la Señorita María, por lo menos podías habernos avisado que el profesor que habías buscado era una chica.
- Y además muy guapa.- resaltó Carlos.
- La verdad es que me pareció divertido ocultar ese detalle.- reía Juan.- Si os hubiérais visto las caras cuando María entró en la biblioteca.
- Si la verdad, es que me quedé perplejo.- le dije.
- Y yo me quedé sin habla.- remarcó Carlos.
- Si, si, si, fue muy gracioso, jajajaja...- seguía riendose Juan.
- Me agrada que te divertieras tanto.- le recriminé.- Pero dime, ¿como se encuentra la Señorita María?
- La verdad es que parece muy contenta por su habitación.- me contó.- en estos momentos, se encuentra en su alojamiento deshaciendo su equipaje, dentro de un momento iré a buscarla para tomar el almuerzo.
- Muy bien, tengo una idea.- le dije.- Creo que como hace un dia tan agradable, sería bueno que tomasemos el almuerzo en el jardín.
- Es una idea estupenda.- decía Carlos.
- Genial, Señor, ahora mismo doy el aviso para que sirvan el almuerzo en el jardín.- me informó Juan.
- Un momento Juan, también me gustaría que te uniéras a nosotros en el almuerzo.- le pedí.
- Como queráis, Señor.- aceptó Juan.- En seguida doy el aviso, y después acompaño a María hasta el jardín.
- Muy bien Juan, en breve nos vemos en el jardín.- le informé.
- No me retraso, Señor.- me dijo Juan, antes de salir del despacho.
Tras esta conversación Juan informó a la servidumbre de los cambios de planes a la hora de tomar el almuerzo, y se fue a buscar a María a su alcoba. Cuando Juan y María llegaron al jardín, la mesa ya estaba servida, Carlos y yo ya estabamos sentados a la mesa, esperando la llegada de nuestra invitada. Al verlos salir al jardín me puse en pie y me acerqué a la Señorita, y ofreciendole mi brazo la acompañé hasta su asiento.
- Espero que su nuevo alojamiento sea comodo y de su agrado.- le dije.
- Es perfecta, la habitación es grandiosa, la verdad que es mucho mejor de lo que yo me esperaba, gracias por todo, es una habitación muy acogedora.- agradeció la muchacha.
- No es para tanto, me agrada que os guste tanto vuestra habitación, si necesitáis cualquier cosa, no tenéis más que pedirla.- le ofrecí.
Una vez que llegamos a la mesa, le ayudé a acomodarse en su asiento, cosa que ella me agradeció con una gran sonrisa.
Solamente eramos cuatro en la mesa; Carlos, Juan, La Señorita María y yo, estuvimos almorzando cordero asado con verduras, ensalada, un vino tinto afrutado de mis viñedos, y fruta proveniente de los frutales de la misma Hacienda, manzanas, melocotones y peras.
Al parecer a la Señorita María no le gustaba el cordero, pues ni siquiera lo provó, solo comía las verduras asadas que acompañaban al cordero, ensalada y fruta.
- Veo que no habéis provado bocado de cordero.- le comenté.- ¿acaso no es de vuestro agrado?, puedo ordenar que os preparen otra cosa enseguida, solamente pedid lo que os apetezca.
- ¡No por Dios!- respondió ella.- Lo que ocurre es que yo no suelo comer carne, prefiero las verduras y las frutas. Gracias por vuestra preocupación, pero no es necesario que os molestéis por mí.
- No sería ninguna moléstia, tan solo deseo que os sintáis aquí como en vuestra propia casa.- apunté.
- Gracias, pero os repito que no es preciso que os molestéis por mí.- volvió a repetir.- Perdonadme, pero.... ¿no he conocido aún a la Señora de la casa?
- No hay ninguna Señora de la casa.- le contesté.
- Lo siento, no sabía que erais viudo.- se disculpó.
Al decir estas palabras Juan la miró muy fijamente, detalle del cual la Señorita María se percató de inmediato.
- Perdón, ¿he dicho algo indebido?- Se disculpó la profesora.
- No para nada.- le respondí.- Es cierto, que la persona que más he amado en esta vida, ahora no está con nosotros, pero nunca llegamos a contraer nupcias, aunque si que podría decirse que de algún modo soy viudo.
- Disculpadme, de ninguna manera pretendía molestaros, con tristes recuerdos.- me dijo la señorita muy apenada.
- No tenéis que disculparos, vos no conocíais nada de este asunto.- le respondí.
- Bueno, al menos tenéis un hijo sano y parece muy inteligente.- remarcó la profesora, cambiando de tema.
Al oir estas palabras, Carlos, Juan y yo nos reimos a carcajadas ante la mirada estupefacta y llena de sorpresa de la Señorita María. Ella frunció el ceño intentando comprender que nos resultaba tan gracioso.
- Por favor disculpadnos.- le pidió Juan.
- Él no es mi padre.- le informó Carlos.
- ¿No es vuestro hijo?- me preguntó.
- No lo es, Señorita.- le contesté.- Carlos es huérfano, su madre murió al nacer él y su padre era un trabajador de esta Hacienda, y cuando este murió se quedó aquí con nosotros.
- Lo lamento, Carlos, lo siento mucho.- la Señorita se disculpó.
- ¿Por qué? Yo quería mucho a mis padres, y siempre los echaré de menos, pero la verdad es que estoy muy contento con la vida que llevo y ahora soy muy feliz.
- Vale, ya que hemos terminado de almorzar.- apunté.- ¿Le apetecería dar un paseo por el jardín y los alrededores, Señorita?
- Me parece una buena idea, para hacer la digestión.- respondió.- Pero con una condición.
- Pedid lo que queráis.- le concedí.
-Tan solo dejad de llamarme Señorita, llamadme simplemente María.- me pidió.
- Como queráis, María, si es vuestro gusto.- le dije.
- Si lo es, muchas gracias.- agradecía con una gran sonrisa.
Después del almuerzo los cuatro dimos un largo paseo por los jardines y por las plantaciones de la Hacienda, disfrutando de unas bellísimas vistas y de una agradable conversación, que nos sirvió para conocer mucho mejor a María, y a la vez a María le sirvió para conocernos a nosotros más a fondo.
Durante este paseo yo le conté mi historia con Ella, y María entendió como era eso de que de alguna manera yo me sentía como un viudo.
Y María nos contó lo de su desengaño amoroso, resultó que había vivido un romance con un hombre del que ella estaba estaba muy enamorada hasta que averiguó que era un hombre casado y decidió viajar por el sur de España para olvidar ese amor, y este empleo le vino de fábula, ya que se estaba quedando sin dinero, y buscaba un trabajo desde hacía algun tiempo. 

viernes, 25 de marzo de 2011

TE BUSQUÉ, DE NELLY FURTADO Y JUANES.

LIGEIA, DE EDGAR ALLAN POE.

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío.
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones." No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad, "exquisita" y percibía mucho de "extraño" en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo "extraño". Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: "cabellera de jacinto". Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño" que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante que el hecho -nunca, creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos por traer a la memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese sentimiento, ni analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito, en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira) que, miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: "Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad".
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me han permitido rastrear cierta remota conexión entre este pasaje del moralista inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad de pensamiento, de acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo, por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas palabras.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención! Dije que sus conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo de la investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo, con qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo -cuando ella se entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos años, emprender vuelo a mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas, podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir y luché desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que las mías. Muchos rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la muerte llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para dar una idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir, el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta entonces.
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir.
La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días antes. La obedecí. Helos aquí:
¡Vedla! ¡Es noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con sus velos, en lágrimas bañados,
son público de un teatro que contempla
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta, indefinida,
la música sin fin de las esferas.
 
Imágenes del Dios que está en lo alto,
allí los mimos gruñen y mascullan,
corren aquí y allá; y los apremian
vastas cosas informes
que el escenario alteran de continuo,
vertiendo de sus alas desplegadas,
un invisible, largo Sufrimiento.
 
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.
 
¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto
una forma reptante se insinúa!
¡Roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Y en tormentos
los mimos son su presa,
y sus fauces destilan sangre humana,
y los ángeles lloran.
 
¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del "Hombre", y que es su héroe
el Vencedor Gusano.
-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y tendiendo sus brazos al cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte, una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los blancos brazos y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba los últimos suspiros, mezclado con ellos brotó un suave murmullo de sus labios. Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de Glanvill: "El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad".
Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude soportar más la solitaria desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a los mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo tedioso, sin rumbo, adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a esa remota y huraña región del país. Sin embargo, aunque el exterior de la abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en la infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron como una compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura podía descubrirse en los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los moblajes, en los vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de estos absurdos. Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de enajenación conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Rowena Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración de aquella cámara nupcial que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía el corazón la altiva familia de la novia para permitir, movida por su sed de oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el umbral de un aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara -yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia- y, sin embargo, no había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada, era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo, caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de la inmensa ventana se extendía el enrejado de una añosa vid que trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y decorosamente decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico, semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en estilo sarraceno, con múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una serpiente, veíanse las contorsiones continuas de llamas multicolores.
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En cada uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito negro proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento se hallaba, ay, la fantasía más importante. Los elevados muros, de gigantesca altura -al punto de ser desproporcionados-, estaban cubiertos de arriba abajo, en vastos pliegues, por una pesada y espesa tapicería, tapicería de un material semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las otomanas y el lecho de ébano, del baldaquino y de las suntuosas volutas de los cortinajes que velaban parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro, cubierto íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban de la condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos de la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación tenían la apariencia de simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a medida que el visitante cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una infinita serie de formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente de aire detrás de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin demasiada inquietud. Que mi esposa temiera la índole hosca de mi carácter, que me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por alto; pero me causaba más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!) hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me embriagaba con los recuerdos de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea, de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me hallaba habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados retiros de los valles, como si con esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera restituirla a la senda que había abandonado -ah, ¿era posible que fuese para siempre?- en la tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena cayó súbitamente enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño hablaba de sonidos, de movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve periodo cuando un segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este ataque, su constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su mal, desde entonces, tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era aún más, y desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos. Con la intensificación de su mal crónico -el cual parecía haber invadido de tal modo su constitución que era imposible desarraigarlo por medios humanos-, no pude menos de observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y en su excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De nuevo hablaba, y ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales aludiera en un comienzo.
Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi atención este penoso tema con más insistencia que de costumbre. Acababa de despertar de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con un sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso, bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de los tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos de la habitual corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció desvanecerse y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había un frasco de vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé presuroso el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un objeto palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, había una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico, como cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la excitación de una inmoderada dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se había recobrado un tanto, sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá soñé que veía caer dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la atmósfera del aposento, tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo con Rowena. Bebió el vino sin vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según pensé, debía considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad mórbida aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, se producía una rápida agravación en el mal de mi esposa, de suerte que la tercera noche las manos de sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su cuerpo amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada. Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de mí. Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación, las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas multicolores en el incensario suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las débiles huellas de la sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la mirada a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de una marea, todo el indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto era mi único, mi supremo amor, permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde, pues no tenía conciencia del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir algún movimiento del cadáver, mas no advertí nada. Sin embargo, no podía haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en el cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecibles, que no tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el sentimiento del deber me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de que nos habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era necesario hacer algo inmediatamente; pero la torre estaba muy apartada de las dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el espíritu aún vacilante. Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejándolos más pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento en el diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por segunda vez un vago sonido procedente de la región del lecho. Presté atención en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Precipitándome hacia el cadáver, vi -claramente- temblar los labios. Un minuto después se entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. La estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más. Había ahora cierto color en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el corazón. Mi esposa vivía, y con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó, las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un instante después, el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la intensa rigidez, el aspecto consumido y todas las horrendas características de quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y quién ha de sorprenderse de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a mis oídos un sollozo ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a qué detallar el inenarrable horror de aquella noche? ¿A qué detenerme a relatar cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se repitió este horrible drama de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una muerte más rígida y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto de una lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y la que estuviera muerta se movió de nuevo, ahora con más fuerza que antes, aunque despertase de una disolución más horrenda y más irreparable. Yo había cesado hacía rato de luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver, repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un aspecto sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por completo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no acepté del todo esta idea, por lo menos pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar de quien se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente, palpablemente, hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de la figura cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco desorden en mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena viva la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo dudaba? El vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de Tremaine? Y las mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí podían ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué inenarrable locura me invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la envolvían, y entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una enorme masa de cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo de la medianoche! Y lentamente se abrieron los ojos de la figura que estaba ante mí. "¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca podré equivocarme! ¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de... los de LIGEIA!"

miércoles, 23 de marzo de 2011

AMOR, DE DELMIRA AGUSTINI.

Yo lo soñé impetuoso, formidable y ardiente;
Hablaba el impreciso lenguaje del torrente;
Era un mar desbordado de locura y de fuego,
Rodando por la vida como un eterno riego.

Luego soñélo triste, como un gran sol poniente
Que dobla ante la noche la cabeza de fuego;
Después rió, y en su boca tan tierna como un ruego,
Sonaba sus cristales el alma de la fuente.

Y hoy sueño que es vibrante, y suave, y riente, y triste,
Que todas las tinieblas y todo el iris viste;
Que, frágil como un ídolo y eterno como Dios,
Sobre la vida toda su majestad levanta:
Y el beso cae ardiendo á perfumar su planta
En una flor de fuego deshojada por dos...

martes, 22 de marzo de 2011

DON JUAN EN LOS INFIERNOS, DE CHARLES BAUDELAIRE.

Cuando Don Juan descendió hacia la onda subterránea
Y su óbolo hubo dado a Caronte,
Un sombrío mendigo, la mirada fiera como Antístenes,
Con brazo vengativo y fuerte empuñó cada remo.

Mostrando sus senos fláccidos y sus ropas abiertas,
Las mujeres se retorcían bajo el negro firmamento,
Y, como un gran rebaño de víctimas ofrendadas,
En pos de él arrastraban un prolongado mugido.

Sganarelle riendo le reclama su paga,
Mientras que Don Luis, con un dedo tembloroso
Mostraba a todos los muertos, errante en las riberas,
El hijo audaz que se burló de su frente nevada.

Estremeciéndose bajo sus lutos, la casta y magra Elvira,
Cerca del esposo pérfido y que fue su amante,
Parecía reclamarle una suprema sonrisa
En la que brillara la dulzura de su primer juramento.

Erguido en su armadura, un gigante de piedra
Permanecía en la barra y cortaba la onda negra;
Pero el sereno héroe, apoyado en su espadón,
Contemplaba la estela y sin dignarse ver nada

lunes, 21 de marzo de 2011

DILO OTRA VEZ, Y AÚN OTRA MÁS, DE ELIZABETH BARRET BROWNING.

Dilo, dilo otra vez, y aún otra más
que me quieres, aunque esta palabra duplicada,
en tus labios, el canto del cuclillo recuerde.
Y no olvides que nunca la fresca primavera
llegó al monte o al llano, al valle o a los bosques,
en su entero verdor, sin la voz del cuclillo.
Me saluda en las sombras, amado mío, incierta,
esa voz de un espíritu, y en mi duda angustiosa,
grito: ¡Vuelve a decir que me quieres! ¿Quién
teme demasiadas de estrellas, aunque los cielos se llenen,
o un exceso de flores atando todo el año?
Di que me quieres, di que me quieres: renueva
el tañido de plata ; pero piensa, amado,
en quererme también con el alma, en silencio.

ÁNGEL O DEMONIO, DE ELLA WHEELER WILCOX.

Todos somos Ángeles y Demonios. El amor reduce nuestra parte oscura a su mínima expresión, encadenando al demonio que nos habita, pero nunca lo silencia completamente. De la misma manera, cuando la desdicha y el dolor nos abaten, sólo nos queda el recuerdo de nuestras alas blancas.
Ángel o Demonio.

Usted me llama Ángel de Amor y luz,
un ser de bondad y eterno fuego,
enviado desde el Cielo para guiar vuestros pasos
por senderos donde los espíritus ansían caminar.
Dices que brillo como un astro en el firmamento;
como un rayo en el crepúsculo, una chispa de la Fuente.

Ahora escucha mi respuesta, y deja que el mundo la oiga:
Hablo sin temor sobre lo que conozco;
El puro, el fervoroso Amor es el espíritu creador
que hace de las mujeres ángeles.
Yo vivo, existo sólo por usted, sólo en usted.
Nuestras almas juntas yacen atadas
por las antiguas leyes sagradas,
y si yo soy un Ángel, usted es la causa.

Mientras mi bote agitaba las espumas del mar,
observé en calma desde la proa:
Encantador el Amor brillaba,
el pulso firme sobre el timón;
iluminado en sus bellas formas.
¿Maldeciré entonces la barca que en la noche fue naufragio,
pues el infame navegante abandonó su puesto
envuelto en radiantes sombras?
Mi propio bote no es ajeno,
pues él también se ha perdido.
¿Ha desertado el marinero
o se ha dormido en su puesto?

He dejado los tesoros de mi alma a vuestros pies,
(sé que algunas damas lo hacen cada día).
No hay criatura que camine por esta calle
que posea el negro corazón que yo anhelo.
Usted ha despreciado todos los tesoros,
así como muchos caballeros con el corazón de hielo.

Esta llama del altar de Dios,
este fuego sagrado del Amor,
que arde como dulce incienso sólo para usted,
hoy será el estigma de mi vergüenza.
Ha torturado mi espíritu con su falsedad,
ignominia que todo lo pervierte;
los Ángeles y los Demonios nacen del mismo vientre
hasta que la Pasión los guía hacia abajo,
o por el camino ascendente.

Yo les advierto, a todas las mujeres
que habitan bajo la máscara de esposas,
y a las dulces y tiernas madres,
que el destino nunca es justo.
Son las damas las que abandonan sus vidas
por la locura que brota de la desesperación.
Como la brasa que en la chimenea consume su calor,
el desdén derriba todos las murallas.

El mundo es cruel al juzgar estas cosas,
un gran mal y un gran bien
se alimentan del mismo seno.
El Amor nos convoca y nos desgarra,
cubriendo nuestros hombros con sus alas;
Y lo mejor bien puede ser lo peor,
y lo odioso ser lo deseable.
Usted debería agradecer que esta pena se haya ensañado así,
pues el Demonio ha enterrado al Ángel que hay en mí.

HABRÁ ESTRELLAS, DE SARA TEASDALE.

Habrá estrellas sobre el lugar por siempre;
Aunque la casa que amamos y la calle que nos encantó se pierdan,
Cada vez que la tierra circula su órbita
En la noche en que se atraviesa el equinoccio de otoño,
Dos estrellas que sabíamos, posadas en el pico de la medianoche
Llegarán a su cenit; profunda será la quietud;
Habrá estrellas sobre el lugar por siempre,
Habrá estrellas por siempre, mientras nosotros dormimos.

domingo, 20 de marzo de 2011

VIVO POR ELLA, DE ANDREA BOCELLI Y MARTA SANCHEZ.


Esta canción es un homenaje a la Música, es un homenaje al Arte, es un homenaje a toda la Humanidad y no solo a la humanidad como tal, sino exclusivamente a todo lo bueno que hay en ella. Pues eso y nada más, es el Arte.

ON THE FLOOR, DE JENNIFER LOPEZ Y PITBULL.



Muy bonita la música.Originalmente fué creada por el grupo Kjarkas de Bolivia y fué plagiada por el grupo Kaoma de Brasil en ritmo de lambada.
Sin embargo la recopilación de Jennifer Lopez y Pitbull quedó estupendo.Los Kjarkas otorgó la licencia a Jennifer Lopez para el uso de la canción.
La traducción de "ON THE FLOOR" como "EN EL SUELO" yo diría que es incorrecta, mas bien es "EN LA PISTA DE BAILE".

sábado, 19 de marzo de 2011

LA LUNA, DE BELINDA CARLISLE.

HOY SE PRODUCE UN HECHO FUERA DE LO COMÚN, LA LUNA ESTA MÁS CERCA DE LA TIERRA, ESTE HECHO NO SE PRODUCÍA DESDE HACE 18 AÑOS, Y ESTA VEZ COINCIDE CON LA LUNA LLENA.

ESTO AFECTA SOBRETODO A LAS MAREAS, QUE SON MÁS ACENTUADAS DE LO NORMAL.
Y ESTA NOCHE SE VE LA LUNA MUCHO MÁS ILUMINADA, SE VE PRECIOSA!!!!


viernes, 18 de marzo de 2011

UNA NUEVA VIDA. 4ª Parte: La Profesora.




Estaba yo en uno de mis momentos de relax, tocando el piano a solas con mis pensamientos, y como siempre en situaciones como estas notaba la presencia de Ella, notaba como Ella estaba conmigo, a mi lado. Su presencia y esta música son mi vía de escape para poder pensar en muchas ideas que se me pasaban por la mente, algunas pensaba que simplemente eran locuras, otras llegaba a pensar que eran locuras maravillosas. Y siempre Ella estaba conmigo para aconsejarme en los momentos más difíciles. Y últimamente tenía una idea rondándome la cabeza, una idea relacionada con Carlos...
Estaba tan concentrado en mis cosas y en la melodía que estaba tocando al piano, que no me percaté de que alguien se me acercaba por detrás.
- ¡Disculpeme, Señor!- decía una voz detrás de mí.
- ¡Ah, Juan! Adelante, pasa y siéntate.- le dije a la vez que dejé de tocar mi piano.
- Perdóneme que haya pasado sin su permiso, parece ser que con la melodía no escuchó cuando llamaba a la puerta.- se disculpó.
- No tienes que disculparte, estaba tan concentrado con la música que no te había escuchado.- le dije.- Pero dime amigo mio, ¿qué puedo hacer por ti?, ¿hay algún problema?
- No Señor, nada de eso, es todo lo contrario.- me informó.- ¿Recordáis el asunto que estuvimos tratando hace unos día?
- Desde luego, el asunto de buscar un profesor para Carlos.- le contesté.- Contadme, ¿como ha ido la búsqueda?
- Pues de ello quería hablaros, creo haber encontrado a la persona adecuada para tal tarea.- me respondió Juan.
- ¡Y bien!, ¿Donde está esa persona? Quisiera conocerla.- le pedí.
- Bueno, esta persona ahora no está aquí, pero mañana por la mañana se presentará para que la entrevistéis y opinéis si es la persona adecuada.- me contestó.
- ¡Lástima! Estoy ansioso por ver a ese profesor.- exclamé.- Confío en tu buen juicio, seguro que es un profesor excelente.
- A mí me parece una persona extraordinaria.- me decía Juan, a le vez que se le dibujaba una amplia sonrisa en su rostro.
- ¡Juan! Tú me estas ocultando algo.- le reclamé, mientras ponía cara de desconfianza.
- ¡Jajajaja!, Señor, no es nada malo, mañana lo sabréis, esperad a mañana.- me contestó conforme salía de la sala, y salía riéndose.- estoy seguro que os sorprenderá gratamente.
Este Juan, tengo que admitir que esto me ha dejado algo inquieto, ¿como será ese profesor?, ¿qué quedaré gratamente sorprendido? Estoy muy intrigado por conocerlo, pero conociendo a Juan seguro que es el mejor profesor que se pueda encontrar. Tengo que dejar de darle vueltas a la cabeza, seguro que será un profesor excelente, pero en fin, mañana saldré de dudas cuando conozca al profesor.
Dejé de pensar en estas cosas y continué tocando el piano relajádamente, disfrutando de cada nota de esta música, y de la presencia de Ella, cada vez que tocaba el piano así a solas, podía escuchar el sonido de un arpa, como si Ella me acompañase, yo al piano y Ella con el arpa. Me sentía muy feliz en estos momentos, eran mis momentos con Ella, a solas, como cuando éramos más jóvenes.
A la mañana siguiente estaba ansioso por conocer al profesor, y le pedí a Carlos que estuviese presente, al fin y al cabo, él sería el alumno de este profesor, así que dicho profesor debería tener el visto bueno de Carlos y el mio propio.
Estábamos los dos solos en la biblioteca, esperando la visita del profesor, y Carlos estaba algo nervioso pero a la vez no parecía muy contento, no podía quedarse quieto, estaba andando de un lado para otro de la biblioteca.
- Tranquilo, Carlos, estará al llegar.- le tranquilicé.- sientate y relájate.
- No puedo, sigo pensando que no necesito un profesor.- protestaba Carlos.
- Ya hemos tratado este tema, y acordemos que te lo pensarías, por favor, demosle una oportunidad.- le pedí.
- ¡Si, vale! Ya lo sé, pero seguro que será un viejo con largos bigotes, y con mal genio.- refunfuñaba Carlos.
- Jajajaja, tranquilo seguro que no es así...- le dije mientras estaba riéndome por sus ocurrencias.
En estos momentos Juan llamó a la puerta:
- ¡Tock, tock! Da su permiso Señor.- pedía Juan al abrir la puerta de la biblioteca.
- Si, claro, pasa, estábamos esperando.- le pedí.
- La persona para el puesto de profesor esta esperando fuera.- me informó.
- ¡Por Dios! Hazle pasar, que ya hemos esperado bastante.- le pidió Carlos muy entusiasmado.
Juan sonrió y me miró, como pidiéndome permiso, y yo asentí con la cabeza. Juan salió de la estancia y en apenas unos veinte segundos volvió. Juan abrió la puerta y dirigiéndose a la persona que estaba fuera le dijo:
- ¡Por favor! Pase por aquí, le están esperando.

Juan hizo pasar al profesor y, para mi sorpresa y para la sorpresa de Carlos, resultó ser una chica. Era una hermosa joven, muy bella. Su faz era tan blanca como si fuese de porcelana, su melena era larga, de color castaño y rizada, con un brillo muy llamativo, sus labios eran del color de los rubíes y sus ojos..., sus ojos, tenía unos preciosos ojos verdes, ojos color esmeralda, unos ojos que me recordaron mucho a los ojos de Ella, pues eran del mismo color.
Carlos me tiró de la manga de mi casaca para que me inclinara, y así lo hice.
- Es muy guapa, la profesora.- me dijo Carlos al oído y muy bajito.
- ¡Si! Realmente es una muchacha muy bella.- le contesté de igual manera.
Juan se percató que tanto Carlos como yo nos habíamos quedado maravillados contemplando la belleza de la señorita.
- ¡Ajam, ajam!- Juan llamaba nuestra atención, con una sonrisa picarona en su cara.- ¡Señor, Carlos! Les presento a la Señorita María. ¡Señorita María! Le presento a Carlos y al Señor.
- Es todo un honor.- le saludé, acercándome a ella y besando su mano.
- Es todo un placer conocerle.- contestó ella haciendo una reverencia.
- Bueno, Señorita, le dejo en buenas manos.- decía Juan con una sonrisa de oreja a oreja mientras abandonaba la biblioteca.- Con su permiso Señor, tengo asuntos que requieren mi atención.
- Gracias, Juan.- le agradecí, a la vez que le echaba una mirada inquisitora.
Menudo truhán, que picarón es Juan, así que es esto lo que se estaba callando, que no era un profesor, sino una profesora, y además que era una bellísima jovencita.
- Disculpad mi torpeza, ¡por favor, tomad asiento!- le rogué, a la vez que la acompañaba hacia los sillones de la biblioteca.
- Muchas gracias, Señor.- me agradeció mientras me obsequiaba con una hermosa sonrisa, y me ofrecía un sobre con unos documentos dentro.- Aquí tenéis mis credenciales.
Recogí el sobre que me estaba ofreciendo, y leí los documentos que en él había. Pude leer que se trataba de una chica muy bien instruida, había estudiado en las universidades de Salamanca y de Alcalá de Henares, con muy buenas calificaciones y además entre los documentos había una carta de recomendación del Marqués de Chinchón, parece ser que había sido la institutriz de sus hijos por muy poco tiempo, pero al parecer quedaron muy impresionados por sus cualidades docentes.
- Veo que vuestras credenciales son muy buenas, ¿pero parecéis muy joven?- le pregunté.
- Si Señor, solo tengo 20 años, pero he sido una estudiante muy cualificada, lo que me ha permitido acabar mi estudios mucho antes de lo esperado, ya que mis profesores, observando mis progresos me adelantaron algunos cursos, es por esta causa que terminé mis estudios tan joven.- me respondió, con una sonrisa en su cara.
- También veo que venís de lejos, ¿que os trae por Andalucía?- le volví a preguntar.
- Así es, Señor, provengo del Norte y necesitaba de un cambio de aires, por un desengaño amoroso.- me respondió y en su cara se reflejaba algo de tristeza.
- Os ruego me disculpéis, si os he hecho recordar asuntos desagradables.- me disculpé.
- Descuidad, no ha sido vuestra intención, no pasa nada.- me dijo.
Yo miré a Carlos que había permanecido en silencio durante toda la conversación y le hice un gesto encogiéndome de hombros, pidiéndole su aprobación y Carlos me respondió asintiendo con la cabeza repetidamente, al parecer a  Carlos le gustaba la idea de tener como profesora a la señorita María.
Entonces me dirigí de nuevo hacía la Señorita María:
- Señorita María, el puesto es suyo.- le informé.
- Gracias Señor, no se arrepentirá, me esforzaré mucho para hacer una buena labor.- me dijo entusiasmada.
Después de esto continuemos conversando y nos pusimos de acuerdo sobre el salario y las condiciones de trabajo, también le ofrecí una habitación en la Hacienda, lo que la Señorita María agradeció mucho,  ya que estaba alojada en la posada del pueblo, la muchacha llevaba mucho tiempo viajando de un lado para otro, buscando un  lugar donde encajar.
Parecía que estaba muy contenta de trabajar aquí. Y francamente yo también estaba muy contento, era una señorita muy cualificada, además de muy bella.

A LA SOMBRA TE SIENTAS DE LAS DESNUDAS ROCAS, DE ROSALÍA DE CASTRO.

A la sombra te sientas de las desnudas rocas,
y en el rincón te ocultas donde zumba el insecto,
y allí donde las aguas estancadas dormitan
y no hay hermanos seres que interrumpan tus sueños,
¡quién supiera en qué piensas, amor de mis amores,
cuando con leve paso y contenido aliento,
temblando a que percibas mi agitación extrema,
allí donde te escondes, ansiosa te sorprendo!

—¡Curiosidad maldita!, frío aguijón que hieres
las femeninas almas, los varoniles pechos:
tu fuerza impele al hombre a que busque la hondura
del desencanto amargo y a que remueva el cieno
donde se forman siempre los miasmas infectos.

—¿Qué has dicho de amargura y cieno y desencanto?
¡Ah! No pronuncies frases, mi bien, que no comprendo;
dime sólo en qué piensas cuando de mí te apartas
y huyendo de los hombres vas buscando el silencio.

—Pienso en cosas tan tristes a veces y tan negras,
y en otras tan extrañas y tan hermosas pienso,
que... no lo sabrás nunca, porque lo que se ignora
no nos daña si es malo, ni perturba si es bueno.
Yo te lo digo, niña, a quien de veras amo:
encierra el alma humana tan profundos misterios,
que cuando a nuestros ojos un velo los oculta,
es temeraria empresa descorrer ese velo;
no pienses, pues, bien mío, no pienses en qué pienso.

—Pensaré noche y día, pues sin saberlo, muero.

Y cuenta que lo supo, y que la mató entonces
la pena de saberlo.

jueves, 17 de marzo de 2011

HISTORIA DE MI MUERTE, DE LEOPOLDO LUGONES.

Soñé la muerte y era muy sencillo:
Una hebra de seda me envolvía,
y a cada beso tuyo
con una vuelta menos me ceñía.
Y cada beso tuyo
era un día.
Y el tiempo que mediaba entre dos besos
una noche.
La muerte es muy sencilla.

Y poco a poco fue desenvolviéndose
la hebra fatal. Ya no la retenía
sino por un sólo cabo entre los dedos...
Cuando de pronto te pusiste fría,
y ya no me besaste...
Y solté el cabo, y se me fue la vida.

miércoles, 16 de marzo de 2011

DON'T SPEAK, DE GWEN STEFANY.

MY PASSION, DE AKCENT.

THIS IS MY LIFE, DE EDWARD MAYA.

EN EL SALÓN DORADO, DE OSCAR WILDE.

Una armonía

Sus manos de marfil sobre las teclas
extraviadas en sorpresiva fantasía;
así los álamos agitan sus hojas lánguidas.
Como la espuma a la deriva en el mar inquieto
cuando las olas muestran los dientes a la brisa.

Cayó un muro de oro: su pelo dorado.
Delicado tul cuya trama se hila
en el disco impávido de las maravillas.
Girasol que se retuerce para encontrar el sol
cuando las sombras de la noche negra pasaron,
y la lanza del lirio está coronada.

Y sus dulces labios rojos sobre estos labios míos
ardieron como el fuego de rubíes incrustados
en el candil inquieto de la capilla carmesí,
o en sangrantes heridas de granadas,
o en el corazón del loto solitario
en la sangre vertida del vino rojo.

martes, 15 de marzo de 2011

LA HIJA DEL MOLINERO, DE LORD ALFRED TENNYSON.


Son tan grandes sus hechizos,
Es un prodigio tan bello,
Que envidio las arracadas
Que tiemblan ruborizadas,
Y se esconden en sus rizos,
Porque han besado su cuello.

De su talle primoroso
Quisiera ser cinturón,
Y sentir contra mi pecho,
Bien estrecho, bien estrecho,
Ya agitado, ya en reposo
Su adorable corazón.

Y de su seno hechicero
Ser el collar deseara,
Y por suspiros mecido,
Reposar adormecido,
Tan en calma, tan ligero,
Que al dormir... me conservara.

lunes, 14 de marzo de 2011

EL ATAÚD FLOTANTE, DE MARÍA EUGENIA VAZ FERREIRA.

Mí esperanza, yo sé que tú estás muerta.
No tienes de los vivos
más que la instable fluctuación perpetua;
no sé si un tiempo vigorosa fuiste,
ahora, estás muerta.
Te han roído quién sabe
qué larvas metafísicas que hicieron
entre tu dulce carne su cosecha.
En vano
el mágico abanico de tus alas
con irisadas ráfagas me orea
soltando al aire turbadoras chispas.
Yo sé que tú eres de esas
que vuelven redivivas en la noche
a decir otra vez su última verba...
Ya te he visto venir
blanca y piadosa como un santo espíritu
sobre el vaivén de las marinas ondas;
te he visto en el fulgor de las estrellas,
y hasta los bordes de mi quieta planta
danzan tus llamas en festivas rondas.
Pero si al interior vuelvo los ojos
Veo la sombra de tu mancha negra,
miro tu nebulosa en el vacío
dar poco a poco su visión suspensa;
sin el miraje de los fueros fatuos
veo la sombra de tu mancha negra.
No llores porque sé los ojos míos
saben vivir en lontananzas huecas;
míralos secos y tranquilos; márchate
y el flotante ataúd reposar deja
hasta que junto a ti también tendida
nos abracemos como hermanas buenas
y otra vez enlazadas nos durmamos
en el sepulcro vivo de la tierra.

sábado, 12 de marzo de 2011

ANNABEL LEE, DE EDGAR ALLAN POE; el amor eterno de un poeta.


Se ha sostenido que la esencia de la mujer es el misterio. Algunos modestos racionalistas han sospechado que esta afirmación es incompleta, aunque no del todo falsa. En pobres palabras, su razonamiento sería el siguiente: La mujer es un misterio sólo para los hombres. Es decir, es misteriosa en todo lo relativo al hombre, pero su esencia no esconde ningún enigma.

Ahora bien, lo curioso del asunto es que si la paradoja fuese cierta, los hombres seríamos los seres más alejados de la mujer, y los que menos posibilidades tendríamos de llegar a penetrar en sus misterios. Es decir, la mujer sería inaccesible para el hombre.

Ciertamente, no todos pensaron lo mismo. De hecho, existió un hombre que contempló el enigma de lo femenino en toda su extensión, y de su mente gloriosa y profunda surgió un rostro; terrible e inabarcable. Aquellas facciones delicadas y ominosas lo atormentaron por el resto de su vida; precisamente porque no se trataba del rostro de una mujer, sino de la Mujer.

El nombre de esta Dama brilla en la historia de la literatura, y no existe otra que pueda igualarla en esplendor. Las vírgenes bíblicas y las valkirias no se le comparan, Afrodita y Atenea son sus sirvientas; y ni siquiera la fría Hel se atreve sostener su mirada. Ella es la encrucijada donde convergen todas las mujeres de la historia; y su rostro, así como las estrellas innumerables nacen y mueren en el espacio infinito, guarda la promesa de todas las damas que algún día serán.

Lo extraño es que no poseemos ningún rumor que pueda definirla, sólo contamos con el recuerdo de quien alguna vez recibió sus caricias, y que acaso aun la espera, tendido junto a una tumba a orillas del mar.

Para el creyente, Eva es el ícono de lo femenino. Para nosotros, la esencia de la Mujer tiene un sólo nombre: Annabel Lee.
Annabel Lee.Edgar Allan Poe.

Fue hace ya muchos, muchos años,
en un reino junto al mar,
habitaba una doncella a quien tal vez conozcan
por el nombre de Annabel Lee;
y esta dama vivía sin otro deseo
que el de amarme, y de ser amada por mí.

Yo era un niño, y ella una niña
en aquel reino junto al mar;
Nos amamos con una pasión más grande que el amor,
Yo y mi Annabel Lee;
con tal ternura, que los alados serafines
lloraban rencor desde las alturas.

Y por esta razón, hace mucho, mucho tiempo,
en aquel reino junto al mar,
un viento sopló de una nube,
helando a mi hermosa Annabel Lee;
sombríos ancestros llegaron de pronto,
y la arrastraron muy lejos de mi,
hasta encerrarla en un oscuro sepulcro,
en aquel reino junto al mar.

Los ángeles, a medias felices en el Cielo,
nos envidiaron, a Ella a mí.
Sí, esa fue la razón (como los hombres saben,
en aquel reino junto al mar),
de que el viento soplase desde las nocturnas nubes,
helando y matando a mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era más fuerte, más intenso
que el de todos nuestros ancestros,
más grande que el de todos los sabios.
Y ningún ángel en su bóveda celeste,
ningún demonio debajo del océano,
podrá jamás separar mi alma
de mi hermosa Annabel Lee.

Pues la luna nunca brilla sin traerme el sueño
de mi bella compañera.
Y las estrellas nunca se elevan sin evocar
sus radiantes ojos.
Aún hoy, cuando en la noche danza la marea,
me acuesto junto a mi querida, a mi amada;
a mi vida y mi adorada,
en su sepulcro junto a las olas,
en su tumba junto al rugiente mar.


 
QUISIERA DEDICAR ESTE POEMA A UNA BUENA AMIGA, ESTA DEDICADO PARA TÍ, MEINSÜNDE, ESPERO QUE TE RECUPERES MUY PRONTO.
Y GRACIAS POR AQUEL VIDEO DE RADIO FUTURA QUE ME HICISTES RECORDAR.
 
"GRACIAS POR SER MI AMIGA, XXX."