miércoles, 29 de junio de 2011

LÁMPARAS DE LA CALLE, DE MARY ELIZABETH COLERIDGE.

Los caminos rurales son amarillos y pobres.
Recorremos las calles de la ciudad de Londres.

Nunca pasan los carruajes,
Nunca un carro vemos a pasar.

Un silencio indeseado roba
El sonido de las ruedas que giran.

Rápido muere el día de otoño,
Y el trabajador desanda su camino,

Emerge del vacío vespertino,
Una pequeña isla de soledad,

Alumbrado, quebrando la noche sonámbula
Por la luz de una minúscula lámpara.

Joyas de la oscuridad tenemos,
Más brillantes que la luciérnaga.

Sobre la tierra embotada son lanzados
Topacios, y destellos de rubí

martes, 28 de junio de 2011

AMOR Y SOLEDAD, DE JOHN CLARE.

Odio el bullicio y el frenesí del hombre,
que me hizo y me hace cuanto daño puede;
libre del mundo deseo estar preso
con mi sombra por única compaña,
y ver en soledad el fuego de los astros,
mundos que sin cesar al Juicio avanzan.
Oh, llevadme a la oscuridad más aislada,
el lugar adorado, donde en sosiego pueda
contemplar las caléndulas más hermosas
y su verdor apretado que estalla en oro.
Adiós a la poesía y al deseo,
borradme del mundo, mas dejadme
la voz de una mujer, que con su melodía
regocije y se apiade del corazón.

LEPANTO, DE G. K. CHESTERTON.

Blancos los surtidores en los patios del sol;
El Sultán de Estambul se ríe mientras juegan.
Como las fuentes es la risa de esa cara que todos temen,
Y agita la boscosa oscuridad, la oscuridad de su barba,
Y enarca la media luna sangrienta, la media luna de sus labios,
Porque al más íntimo de los mares del mundo lo sacuden sus barcos.
Han desafiado las repúblicas blancas por los cabos de Italia,
Han arrojado sobre el León del Mar el Adriático,
Y la agonía y la perdición abrieron los brazos del Papa,
Que pide espadas a los reyes cristianos para rodear la Cruz.
La fría Reina de Inglaterra se mira en el espejo;
La sombra de los Valois bosteza en la Misa;
De las irreales islas del ocaso retumban los cañones de España,
Y el Señor del Cuerno de Oro se está riendo en pleno sol.
Laten vagos tambores, amortiguados por las montañas,
Y sólo un príncipe sin corona, se ha movido en un trono sin nombre,
Y abandonando su dudoso trono e infamado sitial,
El último caballero de Europa toma las armas,
El último rezagado trovador que oyó el canto del pájaro,
Que otrora fue cantando hacia el sur, cuando el mundo entero era joven.
En ese vasto silencio, diminuto y sin miedo
Sube por la senda sinuosa el ruido de la Cruzada.
Mugen los fuertes gongs y los cañones retumban,
Don Juan de Austria se va a la guerra.
Forcejean tiesas banderas en las frías ráfagas de la noche,
Oscura púrpura en la sombra, oro viejo en la luz,
Carmesí de las antorchas en los atabales de cobre.
Las clarinadas, los clarines, los cañones y aquí está él.
Ríe Don Juan en la gallarda barba rizada.
Rechaza, estribando fuerte, todos los tronos del mundo,
Yergue la cabeza como bandera de los libres.
Luz de amor para España ¡hurrá!
Luz de muerte para África ¡hurrá!
Don Juan de Austria
Cabalga hacia el mar.
Mahoma está en su paraíso sobre la estrella de la tarde
(Don Juan de Austria va a la guerra.)
Mueve el enorme turbante en el regazo de la hurí inmortal,
Su turbante que tejieron los mares y los ponientes.
Sacude los jardines de pavos reales al despertar de la siesta,
Y camina entre los árboles y es más alto que los árboles,
Y a través de todo el jardín la voz es un trueno que llama
A Azrael el Negro y a Ariel y al vuelo de Ammon:
Genios y Gigantes,
Múltiples de alas y de ojos,
Cuya fuerte obediencia partió el cielo
Cuando Salomón era rey.
Desde las rojas nubes de la mañana, en rojo y en morado se precipitan,
Desde los templos donde cierran los ojos los desdeñosos dioses amarillos;
Ataviados de verde suben rugiendo de los infiernos verdes del mar
Donde hay cielos caídos, y colores malvados y seres sin ojos;
Sobre ellos se amontonan los moluscos y se encrespan los bosques grises del
mar,
Salpicados de una espléndida enfermedad, la enfermedad de la perla;
Surgen en humaredas de zafiro por las azules grietas del suelo,
Se agolpan y se maravillan y rinden culto a Mahoma.
Y él dice: Haced pedazos los montes donde los ermitaños se ocultan,
Y cernid las arenas blancas y rojas para que no quede un hueso de santo
Y no déis tregua a los rumíes de día ni de noche,
Pues aquello que fue nuestra aflicción vuelve del Occidente.
Hemos puesto el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol
De sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado,
Pero hay un ruido en las montañas, en las montañas y reconozco
La voz que sacudió nuestros palacios -hace ya cuatro siglos:
¡Es el que no dice "Kismet"; es el que no conoce el Destino,
Es Ricardo, es Raimundo, es Godofredo que llama!
Es aquel que arriesga y que pierde y que se ríe cuando pierde;
Ponedlo bajo vuestros pies, para que sea nuestra paz en la tierra.
Porque oyó redoblar de tambores y trepidar de cañones.
(Don Juan de Austria va a la guerra)
Callado y brusco -¡hurrá!
Rayo de Iberia
Don Juan de Austria
Sale de Alcalá.
En los caminos marineros del norte, San Miguel está en su montaña.
(Don Juan de Austria, pertrechado, ya parte)
Donde los mares grises relumbran y las filosas marcas se cortan
Y los hombres del mar trabajan y las rojas velas se van.
Blande su lanza de hierro, bate sus alas de piedra;
El fragor atraviesa la Normandía; el fragor está solo;
Llenan el Norte cosas enredadas y textos y doloridos ojos
Y ha muerto la inocencia de la ira y de la sorpresa,
Y el cristiano mata al cristiano en un cuarto encerrado
Y el cristiano teme a Jesús que lo mira con otra cara fatal
Y el cristiano abomina de María que Dios besó en Galilea.
Pero Don Juan de Austria va cabalgando hacia el mar,
Don Juan que grita bajo la fulminación y el eclipse,
Que grita con la trompeta, con la trompeta de sus labios,
Trompeta que dice ¡ah!
¡Domino Gloria!
Don Juan de Austria
Les está gritando a las naves.
El rey Felipe está en su celda con el Toisón al cuello
(Don Juan de Austria está armado en la cubierta)
Terciopelo negro y blando como el pecado tapiza los muros
Y hay enanos que se asoman y hay enanos que se escurren.
Tiene en la mano un pomo de cristal con los colores de la luna,
Lo toca y vibra y se echa a temblar
Y su cara es como un hongo de un blanco leproso y gris
Como plantas de una casa donde no entra la luz del día,
Y en ese filtro está la muerte y el fin de todo noble esfuerzo,
Pero Don Juan de Austria ha disparado sobre el turco.
Don Juan está de caza y han ladrado sus lebreles-
El rumor de su asalto recorre la tierra de Italia.
Cañón sobre cañón, ¡ah, ah!
Cañón sobre cañón, ¡hurrá!
Don Juan de Austria
Ha desatado el cañoneo.
En su capilla estaba el Papa antes que el día o la batalla rompieran.
(Don Juan está invisible en el humo)
En aquel oculto aposento donde Dios mora todo el año,
Ante la ventana por donde el mundo parece pequeño y precioso.
Ve como en un espejo en el monstruoso mar del crepúsculo
La media luna de las crueles naves cuyo nombre es misterio.
Sus vastas sombras caen sobre el enemigo y oscurecen la Cruz y el Castillo
Y velan los altos leones alados en las galeras de San Marcos;
Y sobre los navíos hay palacios de morenos emires de barba negra;
Y bajo los navíos hay prisiones, donde con innumerables dolores,
Gimen enfermos y sin sol los cautivos cristianos
Como una raza de ciudades hundidas, como una nación en las ruinas,
Son como los esclavos rendidos que en el cielo de la mañana
Escalonaron pirámides para dioses cuando la opresión era joven;
Son incontables, mudos, desesperados como los que han caído o los que huyen
De los altos caballos de los Reyes en la piedra de Babilonia.
Y más de uno se ha enloquecido en su tranquila pieza del infierno
Donde por la ventana de su celda una amarilla cara lo espía,
Y no se acuerda de su Dios, y no espera un signo-
(¡Pero Don Juan de Austria ha roto la línea de batalla!)
Cañonea Don Juan desde el puente pintado de matanza.
Enrojece todo el océano como la ensangrentada chalupa de un pirata,
El rojo corre sobre la plata y el oro.
Rompen las escotillas y abren las bodegas,
Surgen los miles que bajo el mar se afanaban
Blancos de dicha y ciegos de sol y alelados de libertad.
¡Vivat Hispania!
¡Domino Gloria!
¡Don Juan de Austria
Ha dado libertad a su pueblo!
Cervantes en su galera envaina la espada
(Don Juan de Austria regresa con un lauro)
Y ve sobre una tierra fatigada un camino roto en España,
Por el que eternamente cabalga en vano un insensato caballero flaco,
Y sonríe (pero no como los Sultanes), y envaina el acero...
(Pero Don Juan de Austria vuelve de la Cruzada.)

lunes, 20 de junio de 2011

LA CARTA ROBADA, DE EDGAR ALLAN POE.

Me hallaba en París en el otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33, rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía de París.

Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.

-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.
-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una verdadera legión de «rarezas».
-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y ofreciéndole un confortable asiento.
-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.
-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso muy raro.
-Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo, nos deja perplejos.
-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del asunto -observó mi amigo.
-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.
-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-. Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.
-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto, pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi actual posición.
-Hable usted -dije.
-O no hable -dijo Dupin.
-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en su poder.
-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.
-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir, en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender hacerlo al final.
-Sea un poco más explícito -dije.
-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.

El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.

-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.
-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa. Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D... Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y, al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera, que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la otra carta sin importancia.
-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la persona robada lo conoce como el ladrón.
-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso. La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin, arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.
-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo- no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en efecto, se tenga de mi tal opinión.
-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
-Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones, lo cual sería muy peligroso.
-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones -dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.
-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente. Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y, para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa donde la carta podría haber sido escondida.
-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte que en su casa?
-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su posesión.
-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.
-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.
-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa. Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D... no es completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una consecuencia lógica.
-No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo que en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas rimas.
-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.
-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de una línea.

"Terminada la inspección de armarios pasamos a las sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.

-¿Porqué?
-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas, esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.
-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a proceder sin hacer ruido.
-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y alfombras.
-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre ayudados por el microscopio.
-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de dificultades!
-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.
-¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la biblioteca?
-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados longitudinalmente con las agujas.
-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con el microscopio.
-¿Y el papel de las paredes?
-Lo mismo.
-¿Miraron en los sótanos?
-Miramos.
-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la carta no está en la casa del ministro.
-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me aconseja usted?
-Revisar de nuevo completamente la casa.
-¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como de que la carta no está en la casa.
-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted una descripción precisa de la carta.
-¡Oh, sí!

Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros, desanimado como jamás lo había visto antes.

Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:

-Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos, se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó Dupin.
-Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo que he hecho.
-Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh?
-¿Cómo? ¿En qué sentido?
-Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
-No. ¡Al diablo con Abernethy!
-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»
-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil francos a quienquiera me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.

Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta. Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos, extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría, la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego, lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le pidió que llenara el cheque.

Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas explicaciones.

-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.
-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de que los policías la hubieran encontrado.

Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.

-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita; si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma: «Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.» Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con cuidado?

-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente.
-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y Campanella.
-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último.
-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero, cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo, si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término, que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son locos.

-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.
-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la razón por excelencia.
-Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca «álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión», u homines honesti, la clase de las gentes honorables.
-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París. Pero continúe.
-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación (de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito, arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que, «aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento, diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque es seguro que tratará de golpearlo.

»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D... terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo perturbaba por su absoluta evidencia.

-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en mayor grado?
-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.
-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa. Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa. Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes, escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto. Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una parte de ese mundo pudiera verla.

»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de D..., en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: el no ocultarla.

»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D... en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.

»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las palabras de mi huésped.

»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles, juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero, después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis sospechas.

»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos superiores del tarjetero.

»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real, había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento, todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien que había ido allá con intenciones de sospechar.

»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de oro.

»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos, oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D... corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte, me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un sello de miga de pan.

»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco. Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»

-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su primera visita, y abandonar la casa?
-D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues, ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos, compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!

Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que, como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas palabras:

...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.

»Las hallará usted en el Atrée de Crébillon.»

domingo, 19 de junio de 2011

AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE, DE FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS.

Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;

Mas no de esotra parte en la ribera
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,

Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.

viernes, 17 de junio de 2011

AMOR LEJANO, DE JOSÉ ALBI.

Abro, de par en par, el viento, la ventana
y te contemplo, amor, voy contemplando todo lo que fue mío:
los almendros alegres todavía,
y el mar en los almendros, la luz en los almendros,
y más mar todavía allá a lo lejos.
Quizá piense en tu piel,
quizá vaya pasando la mano por la corteza de los pinos,
quizá los años vayan cayendo como las gotas del grifo;
quizá los siglos.
Y quizá todavía te tenga entre los brazos,
como ayer, como siempre.

¿Oyes los montes? Puede que canten.
Puede que se derrumben,
que se acuerden de ti, que te nombren,
que inventen la palabra burbujeantes, nueva,
como el agua de los neveros despeñándose,
como mi voz en medio de la noche.
-¿Duermes, amor?
No me contesta nadie. Sé que duermes.
Bernia, como un gran perro bajo la luna,
se acurruca a mis pies.
Oigo su palpitar estremecido.
Ifach, allá a lo lejos, se nos hunde en el mar,
golpea las estrellas con su silencio.
Más cerca, las luces chiquitinas, lentas y fieles de Guadalest.
vuelvo a rozar tu sueño
tu piel con luna,
los dos ríos lejanos de tus piernas.
Tú, montaña también, valle dormido,
mar toda tú.
-¿Duermes, amor?
Gotea el grifo, ladra un perro
infinito, remoto como la eternidad.
Voy a ciegas, tanteo las paredes
y los acantilados y los vientos.
Te amé, te estoy amando, te estoy llamando.
Sólo un eco de piedra me contesta:
Aytana, Chortá, Bernia...
La casa está vacía.
El silencio respira aquí, a mi lado.

ADIOS, DE ALFONSINA STORNI.

Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás.
¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda
es polvo por siempre y por siempre será!

Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán...
¡Las flores tronchadas por el viento impío
se agotan por siempre, por siempre jamás!

¡Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán!
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!

¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,
las sombras creadas por nuestra maldad!
¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que así se nos van!

¡Corazón... silencia!... ¡Cúbrete de llagas!...
¿de llagas infectas? ¡cúbrete de mal!...
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,
corazón maldito que inquietas mi afán!

¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!
¡Adiós mi alegría llena de bondad!
¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que no vuelven más! ...

THE RIDDLE, DE PREZIOSO & MARVIN.

martes, 14 de junio de 2011

CUANDO EN LA SOLITARIA QUIETUD DE LA TUMBA, DE JOHN BARLAS-EVELYN DOUGLAS,

ESTE POEMA FUE ESCRITO POR EVELYN DOUGLAS, MÁS CONOCIDA POR EL SEUDÓNIMO DE JOHN BARLAS.

Cuando en la solitaria quietud de la tumba
Yazga muda y fría, no evites la alegría:
Trae rosas una vez al año en la flor más limpia,
Trae a tu nuevo amor contigo: que irrumpa
Sobre el túmulo verde que oculta mi frente,
Y yo bendeciría el espíritu en su vientre.
¿Cómo puede haber amor donde no hay celos?
¿Cómo decir únicamente esto? He llevado, pacífica,
Aquel dolor cruel: aunque nunca evitaré la vida
De mi amado con mi parte egoísta,
Ni, aún muerta, tendría a mi amor desesperado,
Pero no lamentaría que, de tanto en tanto, fuese recordado.

LA VIDA ENTERRADA, DE MATTHEW ARNOLD.

A menudo, en las más concurridas calles del mundo,
En los más estruendosos conflictos,
Se levanta un deseo inexplicable
Después del conocimiento de nuestra vida enterrada;
Una sed de derrochar nuestro fuego y el inquieto vigor,
De seguir nuestro rumbo verdadero;
Un anhelo de investigar
El misterio de este corazón latiente,
Tan salvaje, tan profundo en nosotros, para conocer
El origen de nuestras vidas y hacia adónde van.

LA PLAYA DE DOVER, DE MATTHEW ARNOLD.

El mar está en calma esta noche.
La marea alta, la luna duerme hermosa
Sobre el estrecho – en la costa francesa la luz
Resplandece y se ha ido; los acantilados de Inglaterra alzan,
Tenues y vastos, allá en la plácida bahía.
Ven a la ventana, el aire nocturno es dulce,
Soñoliento, desde la larga línea de espuma
Donde el mar besa la tierra empalidecida por la luna,

¡Escucha! Puedes oír el rugir de las piedras
Que las olas agitan, arrojándolas
a su regreso allá en el ramal de arriba,
Comienza y cesa, y luego comienza otra vez,
Con trémula cadencia disminuye, y trae
La eterna nota de la melancolía.

Sófocles, hace mucho tiempo
Lo escuchó en el Egeo, y trajo
A su mente el turbio flujo y reflujo
De la miseria humana, nosotros
También encontramos una idea en el sonido,
Cerca de este remoto mar del norte.

El Mar de la Fe
También era uno, en su plenitud,
Y rodaba en las orillas de la tierra,
Yacía como los pliegues de una gloriosa diadema.
Pero ahora sólo escucho
su rugir lleno de tristeza, largo y en retirada,
alejándose hacia el sereno de la noche
Hacia los extensos bordes monótonos.
Oh, mi amor, ¡seamos fieles el uno al otro!
Pues el mundo, que parece yacer ante nosotros
Como una tierra de sueños,
Tan variada, tan bella, tan nueva,
No posee en realidad ni gozo, ni amor, ni luz,
Ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor;
Estamos aquí como en una llanura sombría
Envueltos en alarmas confusas de fugas y batallas,
donde los ejércitos, ignorantes, se enfrentan por la noche.

sábado, 11 de junio de 2011

FALLEN ANGEL, DE L'ÂME IMMORTELLE.

UNA NUEVA VIDA, 13ª Parte: Lo Conseguiremos.



A media mañana me encontraba en mi despacho, realizando las tareas administrativas de la Hacienda, una tarea muy aburrida, pero alguien tenía que hacerla. Mientras realizaba estas tareas alguien llamó a la puerta del despacho.
- Toc, toc, toc.- golpearon en la puerta.
- Adelante, pueden pasar.- autoricé a que entraran.
- ¡Hola, Señor!- me saludó Juan al abrir la puerta.- ¿Me permite robarle un poco de su tiempo?
- ¡Juan, entrad, no os quedéis en la puerta!- le dije.- Decidme, ¿en que os puedo ser útil?
- Es que, quería tratar un asunto con vos.- me indicó.- quería hablarlo con vos en privado, por eso, durante el desayuno no os he comentado nada, y aprovecho ahora que estáis solo, y Carlos y María están en clase.
- Sentáos, ¿de qué queréis hablarme?- le pregunté a Juan.- me tenéis intrigado.
- Quería pediros permiso para...- comenzó Juan a hablar, pero se detuvo un momento, se le notaba muy nervioso.
- No os calléis.- le dije a Juan.- ¿Para qué necesitáis de mi permiso?
- Quisiera que me diérais permiso, para poder cortejar a María.- me pidió Juan muy nervioso.- María y yo nos queremos.
Nunca había visto a Juan tan nervioso, y su petición me cogió por sorpresa, no entendía por que me hacía a mí esa petición, ¿por qué necesitaba Juan mi permiso para cortejar a María? Por mucho que lo pensaba, seguía sin comprenderlo.
- No lo entiendo, Juan.- le dije muy sorprendido.- ¿Por qué necesitáis mi autorización para cortejar a María? Eso es algo entre vosotros dos, si ambos os amáis, yo no me interpondré. La verdad es que me alegro mucho por vosotros dos.
- Lo normal, sería que se lo pidiese al Padre de María.- me dijo Juan.
- Pues sí, así que no lo entiendo.- le dije.- ¿yo qué pinto en esta historia?
- La cuestión es, que como la familia de María está tan lejos, y ella os ve a vos como a un hermano mayor...- comentó Juan.- Pienso que sería conveniente que vos, como representación de su familia, me diérais la autorización para poder cortejarla.
- La verdad, es que me siento muy feliz por vosotros dos.- le dije.- Así, que si es tan importante para vos, os doy mi consentimiento, tenéis mi permiso para cortejar a María.
- Gracias, Señor.- me agradeció Juan, se le veía muy contento por ello.- esto significa mucho para mí, os lo agradezco mucho.
- No tiene la menor importancia.- le dije a Juan.- Espero que tanto María como tú, seáis muy felices juntos.
- Seguro que lo seremos, seremos muy felices.- me comentó Juan.
- Tengo que admitir.- le dije.- Que ya sospechaba algo de esto, os he estado observando últimamente, mientras Carlos y yo practicábamos equitación y esgrima, y sospechaba que entre ambos, había algo más que una buena amistad.
- No se os escapa nada.- apuntó Juan con una gran sonrisa en su cara.- Siempre habéis sido muy observador.
- Bueno, es que tengo un espía por ahí, que me informa de estas cosas.- le dije a Juan bromeando, aunque Ella también me había comentado que entre ellos estaba surgiendo el amor, en cierta medida no le estaba mintiendo.
- Siempre vos tan bromista.- me dijo Juan.- Os agradezco mucho, que me permitáis hacerle la corte a María. Pero ahora, he de retirarme, tengo trabajo por hacer.
- Esta bien Juan, continuad con vuestras tareas.- le dije a Juan conforme se marchaba del despacho.- Y os deseo toda la felicidad del mundo.
- ¡Muchísimas gracias, Señor!- me agradeció Juan, antes de salir y cerrar la puerta del despacho tras él.
Durante unos minutos me quedé pensando en toda la conversación que había tenido con Juan. Juan y María juntos, me parecía estupendo y me alegraba mucho por los dos. Ambos se merecen ser felices y tengo el convencimiento de que lo serán, serán muy felices juntos.
- Os lo dije, no me he equivocado.- me dijo Ella por detrás, mientras colocaba sus manos sobre mis hombros.
- ¿A qué os referís?- le pregunté, a la vez que besaba su mano, apoyada sobre mi hombro izquierdo.
- No disimuléis.- se quejó Ella.- Me refiero a lo de Juan y María.
- ¡Ah, eso!- le contesté irónicamente.
- Las mujeres vemos esas cosas a una legua de distancia .- señaló.- La intuición femenina nunca se equivoca.
- Pues sí, tenéis mucha razón.- le dije con tono burlón.- Las mujeres para eso tenéis un sexto sentido.
- Somos mucho más intuitivas que los hombres.- presumía Ella.
- Y también mucho más cotillas y celestinas.- me burlé de Ella.
- No os burléis de mí.- se quejó Ella, y se desquitó, dándome un tirón de orejas.
- ¡Ay! Eso duele, Mi Vida.- le protesté.- ya sabéis que estoy de broma.
- Yo también estoy de broma.- replicó Ella.- de lo contrario os hubiese arrancado las orejas.
- Sí, os creo capaz de ello.- le dije, a la vez que me volví hacia Ella para poder darle un beso, al que Ella me respondió con mucha dulzura.
- ¿Sabéis? Me agrada mucho la idea de que Juan y María formen una familia.- observó Ella.
- A mi también me gusta mucho esa idea, los dos son muy buenos amigos mios y quiero lo mejor para ellos.- le dije.
- Si, eso ya lo sé, y se merecen ser felices juntos.- apuntó Ella.
- ¡Querida! ¿Quisiera consultaros algo, si no os importa?- le pregunté, con mucha seriedad y mirándola fijamente a sus bellos ojos.
- Os habéis puesto muy serio.- se percató.- ¿Decidme que es lo que queréis consultarme?
- Desde que estoy dándole clases de piano a Carlos, me he percatado de lo mucho que hechaba de menos el piano, es cierto que lo toco muy a menudo, pero a veces siento que necesito algo más.- le dije.
- ¿Acaso queréis volver a recorrer el mundo dando conciertos de piano?, ¿Y dejar todo lo que habéis conseguido?- preguntó Ella.
- No, eso no, nunca más me alejaré de mi hogar, de mi hijo, de mi nueva familia.- le dije algo alterado por lo que estaba pensando.
- Entonces, contadme, ¿qué es lo que estáis planeando?- me preguntó con mucha curiosidad.
- Estoy pensando en crear un colegio.- le respondí sin más rodeos.
- ¿Un colegio? Es genial, creo que es estupendo.- me dijo Ella.
- Quiero crear una escuela, y un conservatorio de música.- le dije entusiasmado.- El señor Garrido quiere vender su Hacienda, que está junto a la mía, y he decidido comprarla y transformar la mansión en un colegio.
- Creo que a la Villa le vendría bien un nuevo colegio.- dijo Ella.- y a vos también os vendría muy bien volver a la música.
- ¡Gracias! Sabía que podía contar con vuestro apoyo.- le agradecí.
- ¡Siempre! Yo siempre os apoyaré, pase lo que pase, os apoyaré siempre.- me dijo Ella dándome un beso en los labios.
Horas más tarde, durante la hora del almuerzo, como siempre estábamos a la mesa María, Juan, Carlos y yo.
- Quisiera hablaros de algo muy importante, a todos vosotros.- les comuniqué a todos los comensales.
- ¿No estaréis enfadado por mi relación con Juan?- preguntó María.
- No, nada de eso. Juan ya me ha hablado de ello.- le respondí.- y me alegro mucho por vosotros dos, espero que seáis muy felices.
- ¿Pero, que relación es esa?- preguntó Carlos con su curiosidad tan característica.
- María y yo, somos novios.- le contestó Juan.
- ¡Ah, eso!- dijo Carlos.- eso era algo que ya sospechaba.
- Parece que no soy el único que ya me había fijado en ello.- les dije.- hace tiempo que sospechaba lo vuestro. Y hoy Juan, me ha hablado de ello, y por supuesto, tenéis mi bendición.
- Muchas gracias.- agradeció Juan.
- Me alegro muchísimo, de que seáis novios.- comentó Carlos muy contento.
- Muchas gracias, Carlos.- le agradeció María.
- Pero, yo quería hablaros de otro asunto.- les dije.- y quisiera saber vuestra opinión, al respecto.
- ¿Y qué asunto es ese?- preguntó María.- ¿de qué se trata?
- Como sabéis el Señor Garrido, tiene su hacienda en venta.- les informé.
- Así es, Don Gabriel, quiere vender esta hacienda para irse a Sevilla, donde también tiene algunas tierras.- apuntó Juan.
- Pues, estoy pensando en comprarla.- les dije.
- ¿Queréis ampliar vuestra Hacienda?- me preguntó María.
- Además de ampliar la Hacienda, quiero crear un colegio.- les dije.- tengo la intención de transformar la mansión de Don Gabriel en un colegio para los niños del pueblo, pero también quiero crear una escuela de música.
- Es una idea estupenda.- apuntó Juan.
- A mí también me parece muy buena idea.- dijo María.
- Es algo genial, una idea genial.- comentó Carlos.
- Pues si todos estamos de acuerdo, trataré con Don Gabriel para adquirir su Hacienda.- les dije.- pero voy a necesitar de toda vuestra ayuda.
- ¡¿De nuestra ayuda?!- preguntaron los tres al unísono.
- Pues así es, hay una misión para cada uno de vosotros.- les dijo.
- ¿Que es lo que queréis que haga?- preguntó María, con su habitual curiosidad.
- Vos, os ocuparéis del colegio, he pensado que podéis ser la directora del colegio.- le dije a María.
- No sé, es algo muy importante, quizás sea demasiado para mí.- comentó María, algo nerviosa.- no sé si sería capaz de ocuparme de tal cometido.
- Yo confío en vos, se que estáis preparada para ello.- le dije a María para tranquilizarla. -Estoy completamente seguro de que seréis una directora estupenda.
- Después de ese voto de confianza, creo que no podré negarme.- dijo María muy animada.- esta bien, lo intentaremos.
- ¿Y qué es lo que tenéis pensado para mí?- preguntó Juan muy entusiasmado.
- Muy bien mi amigo, vos os ocuparéis de la Hacienda, volveréis a ser el administrador de la Hacienda, como lo fuisteis mientras yo estuve fuera por mucho tiempo.- le dije.
- ¿Por qué?, ¿Acaso os vais a marchar de nuevo?- me preguntó Juan algo preocupado.
- No, no pienso marcharme.- le respondí.- Solo es, que voy a estar muy ocupado y no podré ocuparme de la administración de la Hacienda. Tengo la intención de ocuparme del Conservatorio de música.
- Esta bien, yo me ocuparé de la administración de la Hacienda, como ya hice antes.- dijo Juan.- Me parece genial que volváis al mundo de la música.
- ¿Y yo, que es lo que voy a hacer?- preguntó Carlos muy entusiasmado.
- Tú seras el mejor alumno del colegio y del conservatorio.- le dije a Carlos.
- Vaya, ¿solo eso?- preguntó Carlos muy desanimado.
- No Carlos, era una broma.- le dije sonriéndole.- además de estudiar, necesitaré que de vez en cuando me ayudes en las clases.
- Eso ya me parece mejor.- dijo Carlos más animado.
- Yo también necesitaré que me ayudéis, en alguna ocasión.- le dijo María a Carlos.
- Puede que yo también necesite ayuda alguna vez.- comentó Juan.
- Ufff! No sé si podré con tanto trabajo, eso será demasiado para mí.- dijo Carlos echándose las manos a la cabeza.
Cosa que nos hizo mucha gracia a todos, y nos reímos los cuatro a la vez.
Al día siguiente, fui a visitar al Señor Garrido, para tratar sobre la compra de su Hacienda, Don Gabriel era un hombre muy anciano y muy simpático, y un gran amigo de la familia, mis padres y él se conocían desde que eran unos niños. Tratar con Don Gabriel no fue nada complicado, desde que se quedó viudo hace unos años, quería irse a Sevilla, donde tenía algunas tierras, y donde vivían sus hijos. Él añoraba a sus hijos y quería estar cerca de ellos, desde la muerte de su esposa era su único deseo.
La negociación, parecía más una charla de viejos amigos, que una reunión de negocios, no dejaba de contarme anécdotas de su juventud, y las batallitas que vivieron él y mi padre. A Don Gabriel le encantaba contar estas historias, y porque no decirlo, a mí también me encantaba escucharlas.
Después de varias horas, en las que incluso Don Gabriel me invitó a almorzar con él, lleguemos a un acuerdo. él estaba entusiasmado con la idea de que su casa se convirtiese en un colegio, y el precio de la propiedad no era muy elevado, podría considerarse casi como un regalo, era poco dinero por esta Hacienda, pero Don Gabriel no quiso aceptar más dinero, decía que la Villa necesitaba un colegio, y que de alguna manera era su regalo para la Villa, y yo acepté. El colegio sería gratuito para todos los niños de La Villa.
Y los beneficios obtenidos por el Conservatorio, servirían para cubrir los gastos del Colegio. Don Gabriel estuvo deacuerdo con este plan, era un hombre que se preocupaba mucho por los demás, y no veía con buenos ojos, que solo los hijos de gente adinerada, pudiesen ir al colegio, pues aquellos que no tenían recursos económicos, no tenían ninguna posibilidad de poder estudiar.
Don Gabriel y yo nos pusimos de acuerdo en todos los detalles, y después de todo lo sucedido volví a mi casa, cuando era casi la hora de la cena. Al entrar en casa, Juan, María y Carlos, salieron a mi encuentro, estaba claro que todos ellos esperaban saber que era lo que había ocurrido en la Casa de Don Gabriel.
- Antes de que empecéis a atosigarme con vuestras preguntas.- les dije.- vayamos a cenar, y allí os cuento todo lo que ha ocurrido.
Y así lo hicimos, nos dirigimos al salón-comedor para cenar, y durante unos cuantos minutos estuvimos comiendo en silencio, la tensión era tan espesa, que podía cortarse con un cuchillo, hasta que ya no pudieron soportar más la espera.
- ¡Padre, por favor, contadnos lo que ha pasado!- me pidió Carlos.
- ¡Si, hablad!, ¿que ha sucedido?- preguntó María.
- ¡Señor, la espera nos está matando!- comentó Juan.
- Esta bien, si tanto lo queréis saber, os lo contaré.- les dije.- Don Gabriel ha consentido en venderme su Hacienda.
- ¡¡Qué bien!!- gritaron los tres a la vez, a la vez que aplaudían.
- Pero ha puesto una condición.- les informé.
- ¿Una condición?- preguntaron de nuevo a vez, mis tres oyentes.
- Así es.- les contesté.- me vende la Hacienda a muy bajo precio, con la condición que que el colegio sea gratis para todos los niños de la Villa, que no puedan costearse los estudios. Él quiere ayudar a los niños del pueblo, y por supuesto que yo he aceptado de muy buen grado, ya que esa era mi idea.
- Don Gabriel siempre ha sido un hombre muy bondadoso y generoso.- comentó Juan.- con un enorme corazón.
- Cierto.- le repliqué.- Como Don Gabriel hay pocos hombres, en este mundo, toda una pena.
- Si todas las personas adineradas fuesen como el Señor Garrido y como vos, este mundo sería mucho mejor.- reflexionó María.
- En eso si que os doy toda la razón.- le dije a María.- Mañana Don Gabriel y yo, iremos a ver al Licenciado Gutiérrez, para que inicie todos los trámites necesarios, para la compra de la Hacienda, y arreglar la nueva escritura de ésta.
- Que bien, cuanto antes mejor.- dijo Carlos.
- La verdad, es que Don Gabriel tiene prisa por irse a Sevilla, para estar más cerca de sus hijos.- les informé.- y lo cierto, es que yo también tengo mucha prisa por emprender esta empresa, espero que todo salga bien.
- Todo saldrá como la seda.- afirmó Juan.
- Desde luego, no me cabe la menor duda.- dijo María.
- Pues claro que sí.- apuntó Carlos.
- Eso espero, amigos.- les dije.- eso espero, realmente lo deseo mucho.
Al día siguiente Don Gabriel y yo estuvimos con José Manuel, el Licenciado Gutiérrez, en la Notaría y en el Registro de la Propiedad, para arreglar todo el papeleo relacionado con la compra de la Hacienda. Gracias a José Manuel, todo fue muy rápido y sencillo.
Por supuesto también estuvimos en el Banco arreglando el asunto económico. Y en el Ayuntamiento, solicitando todos los permisos necesarios para la apertura del Colegio y del Conservatorio de música.
Unos días más tarde Don Gabriel dejó su Hacienda, Juan, Carlos, María y yo fuimos a despedirle. Estábamos en la entrada, a los pies de unas escaleras de mármol blanco que daban al porche de entrada de la casa y Don Gabriel me hizo entrega de las llaves de la Hacienda.
- Amigo mio, os entrego vuestra nueva propiedad, y aquí tenéis sus llaves.- me dijo Don Gabriel, al darme las llaves.
- Muchas gracias, Don Gabriel.- le agradecí.- Le daremos muy buen uso a su casa.
- Ya no es mi casa.- dijo.- ahora es vuestra, y sé que le daréis el mejor uso posible.
- Si me lo permitís, me gustaría ponerle vuestro nombre al Colegio.- le pedí a Don Gabriel.
- ¡Ummm! Mi nombre al Colegio.- exclamó.
- Se llamaría "Colegio Don Gabriel Garrido", de esta manera, nadie en La Villa se olvidaría de vos.
- Me parece muy bien, es más, sería todo un honor.- me dijo Don Gabriel.- podéis ponerle el nombre que más os plazca.
- Muchas gracias, Don Gabriel, pues ese nombre le pondremos al Colegio.- le dije.
- Lo único que me importa es que todos los niños de este estupendo pueblo, tengan la oportunidad de poder estudiar, y de esta manera poder labrarse un futuro mejor.- comentó Don Gabriel.
- No os preocupéis, nosotros nos ocuparemos de todo eso. Seguro que todos los niños aprovecharan esta oportunidad.- le dije.- y todos ellos le estarán muy agradecidos.
- Espero que estudien mucho, se que dejo todo esto en buenas manos.- dijo Don Gabriel.
- Espero no defraudaros, pondré todo mi empeño en esta empresa.- le prometí a Don Gabriel.
- De eso no me cabe la menor duda, amigo mio.- me dijo.- Ya se esta haciendo tarde, será mejor que emprenda viaje, es un viaje muy largo, y quisiera llegar a mi primera parada antes del anochecer. Por favor mantenedme informado de como van las cosas.
- Perded cuidado, os escribiré muy a menudo.- le dije.- Por favor, transmitidle mis saludos a vuestros hijos, que hace muchos años que no nos vemos.
- Lo haré, seguro que ellos también se sentirán contentos de tener noticias vuestras.- me comentó.
Acompañé a Don Gabriel hasta su carruaje, le abrí la puerta y le ayudé a subir.
- Espero que tengáis un agradable viaje.- le deseé.- y gracias por todo Don Gabriel.
- No tenéis que agradecerme nada, voy a hechar de menos esta casa.- dijo mirando la casa a través de la ventanilla del carruaje, con cara apenada.
- La sabremos cuidar.- le dije para animarlo un poco.
- Lo sé, amigo mio, lo sé.- me replicó.
Don Gabriel ordenó a su conductor emprender viaje, y el carruaje se puso en marcha. Su carruaje iba seguido por un par de carros que transportaba su equipaje y algunos de sus enseres.
- ¡Adios! Don Gabriel.- le grité, conforme se alejaba el carruaje.
- ¡Buen viaje, Señor Garrido!- le dijo Juan.
- ¡Id con Dios, Señor!- le dijo María.
- ¡Que os vaya bien, Don Gabriel!- le deseó Carlos, mientras agitaba su brazo despidiéndose.
-¡Adiós amigos, adiós!- Gritaba Don Gabriel, asomándose por la ventanilla y moviendo su brazo.
En cuestión de unos pocos minutos el carruaje de Don Gabriel y los dos carros desaparecieron de nuestra vista, rumbo a Sevilla.
- ¿Que tal, si hechamos un vistazo a la casa?- preguntó María, con su sonrisa picarona dibujada en su rostro.
- Si, veamos la casa.- pidió Carlos.
- Yo ya la he visto antes.- comentó Juan, restándole importancia.
- Lo cierto es que yo también la he visto muchas veces.- les dije.
- ¡Por favor, por favor!- suplicaron María y Carlos a la vez, juntando sus manos.
- ¡Esta bien! Si lo deseáis tanto, entonces veremos la casa.- les dije, mientras Juan y yo nos reíamos.
Era una casa inmensa, con muchas habitaciones muy espaciosas, perfectas para emplazar las aulas. Estuvimos durante mucho rato viendo todas las habitaciones de la casa, en la mayoría de ellas Don Gabriel había dejado los muebles y muchos enseres.
- Es una casa muy grande.- comentó María.
- Si que lo es.- dijo Carlos muy sorprendido.
- Realmente es muy grande.- dije.- Pensé en dejar el ala Este de la casa para el colegio, y el ala Oeste para el Conservatorio de música. Y las habitaciones de la planta superior se destinarían a dormitorios para los alumnos que vengan de lejos. En las salas más grandes pondríamos los comedores, por fortuna esta casa dispone de unas cocinas muy bien equipadas.
- Realmente, lo tenéis todo pensado.- dijo Juan.
- Jajajajaja..., así es.- dije mientras todos reíamos.
- Quedará todo estupendo.- comentó María.
- Seguro que sí.- dijo Carlos.
- Para facilitar las cosas también he pensado en contratar a la misma servidumbre que tenía Don Gabriel, cocineros, criados, camareras, mozos de establo, jardineros,...- les dije.
- Eso nos ahorrará mucho trabajo.- dijo Juan.- pero habrá que contratar a algunos profesores.
- Desde luego, profesores para las asignaturas del Colegio, matemáticas, historia, literatura, ciencias,..., y profesores de música para el Conservatorio, profesores de instrumentos de cuerda, de viento, de percusión, etc...- les dije.- nos queda una ardua tarea por hacer todavía.
- Y no nos podemos olvidar de los pupitres, y los encerados, y de todo el material necesario para los alumnos.- resaltó María.
- Por supuesto que no me he olvidado de todo ello.- le dije a María.- tenemos mucho trabajo que hacer, todos tenemos que arrimar el hombro, para lograr nuestros propósitos.
- Contad conmigo.- dijo Juan.
- Conmigo también.- señaló Carlos.
- Y por supuesto, también conmigo.- dijo María.
- Sabía que podía contar con todos vosotros.- les agradecí.- Todos juntos lo lograremos. ¡Lo conseguiremos!

jueves, 9 de junio de 2011

SAY (ALL I NEED), DE ONE REPUBLIC.

EL ÁNGEL DE LO EXTRAÑO, UNA EXTRAVAGANCIA; DE EDGAR ALLAN POE.

Era una fría tarde de noviembre. Acababa de dar fin a un almuerzo más copioso que de costumbre, en el cual la indigesta trufa constituía una parte apreciable, y me encontraba solo en el comedor, con los pies apoyados en el guardafuegos, junto a una mesita que había arrimado al hogar y en la cual había diversas botellas de vino yliqu eur. Por la mañana había estado leyendo el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; el Peregrinaje, de Lamartine; la Columbiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; confesaré, por tanto, que me sentía un tanto estúpido. Me esforzaba por despabilarme con ayuda de frecuentes tragos de Laffitte, pero como no me daba resultado, empecé a hojear desesperadamente u n periódico cualquiera. Después de recorrer cuidadosamente la columna de casas de alquiler, la de perros perdidosy las dos de esposas y aprendices desaparecidos, ataqué resuelto el editorial, leyéndolo del principio al fin sin entender una sola sílaba; pensando entonces que quizá estuviera escrito en chino, volví a leerlo del fin al principio, pero los resultados no fueron más satisfactorios. Me disponía a arrojar disgustado este infolio de cuatro páginas, feliz obra que ni siquiera los poetas critican, cuando mi atención se despertó a la vista del siguiente párrafo:

Los caminos de la muerte son numerosos y extraños. Un periódico londinense se ocupa del singular fallecimiento de un individuo. Jugaba éste a soplar el dardo, juego que consiste en clavar en un blanco una larga aguja que sobresale de una pelota de lana, todo lo cual se arroja soplándolo con una cerbatana. La víctima colocó la aguja en el extremo del tubo que no correspondía y, al aspirar con violencia para juntar aire, la aguja se le metió por la garganta, llegando a los pulmones y ocasionándole la muerte en pocos días.

Al leer esto, me puse furioso sin saber exactamente por qué.
-Este artículo –exclamé- es una despreciable mentira, un triste engaño, la hez de las invenciones de un escritorzuelo de a un penique la línea, de un pobre cronista de aventuras en el país de Cucaña. Individuos tales, sabedores de la extravagante credulidad de nuestra época, aplican su ingenio a fabricar imposibilidades probables… accidentes extraños, como ellos lo denominan. Pero una inteligencia reflexiva (como la mía, pensé entre paréntesis apoyándome el índice en la nariz), un entendimiento contemplativo como el que poseo, advierte de inmediato que el maravilloso incremento que han tenido recientemente dichos accidentes extrañoses en sí el más extraño de los accidentes. Por mi parte, estoy dispuesto a no creer de ahora en adelante nada que tenga alguna apariencia singular.
-¡Tíos mío, que estúpido es usted, ferdaderamente! –pronunció una de las más notables voces que jamás haya escuchado.
En el primer momento creí que me zumbaban los oídos (como suele suceder cuando se está muy borracho), pero pensándolo mejor me pareció que aquel sonido se asemejaba al que sale de un barril vacío si se lo golpea con un garrote; y hubiera terminado por creerlo de no haber sido porque el sonido contenía sílabas y palabras. Por lo general, no soy muy nervioso, y los pocos vasos de Laffitte que había sido saboreado sirvieron para darme aún más coraje, por lo cual alcé los ojos con toda calma y los paseé por la habitación en busca del intruso. No vi a nadie.

-¡Humf! –continuó la voz, mientras seguía yo mirando-. ¡Debe estar más borracho que un cerdo, si no me fe sentado a su lado!

Esto me indujo a mirar inmediatamente delante de mis narices y, en efecto, sentado en la parte opuesta de la mesa vi a un estrambótico personaje del que, sin embargo, trataré de dar alguna descripción. Tenía por cuerpo un barril de vino, o una pipa de ron, o algo por el estilo que le daba un perfecto aire a lo Falstaff. A modo de extremidades inferiores tenía dos cuñetes que parecían servirle de piernas. De la parte superior del cuerpo le salían, a guisa de brazos, dos largas botellas cuyos cuellos formaban las manos. La cabeza de aquel monstruo estaba formada por una especie de cantimplora como las que usan en Hesse y que parecen grandes tabaqueras con un agujero en mitad de la tapa. Esta cantimplora (que tenía un embudo en lo alto, a modo de gorro echado sobre los ojos) se hallaba colocada sobre aquel tonel, de modo que el agujero miraba hacia mí; y por dicho agujero, que parecía fruncirse en un mohín propio de una solterona ceremoniosa, el monstruo emitía ciertos sonidos retumbantes y ciertos gruñidos que, por lo visto, respondían a su idea de un lenguaje inteligible.

-Digo –repitió- que debe estar más borracho que un cerdo para no ferme sentado a su lado. Y digo también que debe ser más estúpido que un ganso para no creer lo que esdá impreso en el diario. Es la ferdad… toda la ferdad… cada palabra.
-¿Quién es usted, si puede saberse? –pregunté con mucha dignidad, aunque un tanto perplejo-. ¿Cómo ha entrado en mi casa? ¿Yqué significan sus palabras?
-Cómo he endrado aquí no es asunto suyo –replicó la figura-; en cuanto a mis palabras, yo hablo de lo que me da la gana; y he fenido aquí brecisamente para que sepa quién soy.
-Usted no es más que un vagabundo borracho –dije-. Voy a llamar para que mi lacayo lo eche a puntapiés a la calle.
-¡Ja, ja! –rió el individuo-. ¡Ju, ju, ju! ¡Imbosible que haga eso!
-¿Imposible? –pregunté-. ¿Qué quiere decir?
-Toque la gambanilla –me desafió, esbozando una risita socarrona con su extraña y condenada boca.

Al oír esto me esforcé por enderezarme, a fin de llevar a ejecución mi amenaza; pero entonces el miserable se inclinó con toda deliberación sobre la mesa y me dio en mitad del cráneo con el cuello de una de las largas botellas, haciéndome caer otra vez en el sillón del cual acababa de incorporarme. Me quedé profundamente estupefacto y por un instante no supe que hacer. Entretanto, él seguía con su cháchara.
-¿Ha visto? Es mejor que se guede guieto. Y ahora sabrá guien soy. ¡Míreme! ¡Vea! Yo soy el Ángel de lo Extraño.
-¡Vaya si es singular! –me aventuré a replicar-. Pero siempre he vivido bajo la impresión de que un ángel tenía alas.
-¡Alas! –gritó, furibundo-. ¿Y bara qué quiero las alas? ¡Me doma usted por un bollo?
-¡Oh, no, ciertamente! –me apresuré a decir muy alarmado-. ¡No, no tiene usted nada de pollo!-Pueno, entonces quédese sentado y bórtese pien, o le begaré de nuevo con el buño. El bollo tiene alas, y el púho tiene alas, y el duende tiene alas, y el gran tiablo tiene alas. El ángel no tiene alas, y yo soy el Ángel de lo Extraño.
-¿Y qué se trae usted conmigo? ¿Se puede saber…?
-¡Qué me draigo! –profirió aquella cosa-. ¡Bues… que berfecto maleducado tebe ser usted para breguntar a un ángel qué se drae!

Aquel lenguaje era más de lo que podía soportar, incluso de un ángel; por lo cual, reuniendo mi coraje, me apoderé de un salero que había a mi alcance y lo arrojé a la cabeza del intruso. O bien lo evitó o mi puntería era deficiente, pues todo lo que conseguí fue la demolición del cristal que protegía la esfera del reloj sobre la chimenea. En cuanto al ángel, me dio a conocer su opinión sobre mi ataque en forma de dos o tres nuevos golpes en la cabeza. Como es natural, esto me redujo inmediatamente a la obediencia, y me avergüenza confesar que, sea por el dolor o la vergüenza que sentía, me saltaron las lágrimas de los ojos.
-¡Tíos mío! –exclamó el ángel, aparentemente muy sosegado por mi desesperación-. ¡Tíos mío, este hombre está muy borracho o muy triste! Usted no tebe beber tanto… usted tebe echar agua al fino. ¡Vamos beba esto… así, berfecto! ¡Y no llore más, famos!

Y, con estas palabras, el Ángel de lo Extraño llenó mi vaso (que contenía un tercio de oporto) con su fluido incoloro que dejó salir de una de las botellas-manos. Noté que las botellas tenían etiquetas y que en las mismas se leía: Kirschenwasser.

La amabilidad del ángel me ablandó grandemente y, ayudado por el agua con la cual diluyó varias veces mi oporto, recobré bastante serenidad como para escuchar su extraordinarísimo discurso. No pretendo repetir aquí todo lo que me dijo, pero deduje de sus palabras que era el genio que presidía sobre los contratiempos de la humanidad, y que su misión consistía en provocar los accidentes extraños que asombraban continuamente a los escépticos. Una o dos veces, al aventurarme a expresar mi completa incredulidad sobre sus pretensiones, se puso muy furioso, hasta que, por fin, estimé prudente callarme la boca y dejarlo que hablara a gusto. Así lo hizo, pues, extensamente, mientras yo descansaba con los ojos cerrados en mi sofá y me divertía mordisqueando pasas de uva y tirando los cabos en todas direcciones. Poco a poco el ángel pareció entender que mi conducta era desdeñosa para con él. Levantóse, poseído de terrible furia, se caló el embudo hasta los ojos, prorrumpió en un largo juramento, seguido de una amenaza que no pude comprender exactamente y, por fin, me hizo una gran reverencia y se marchó, deseándome en el lenguaje del arzobispo en Gil Blas, beaucoup de bonheur et un peu plus de bon sens.
Su partida fue un gran alivio para mí. Lospoquís imosvasos de Laffitte que había bebido me producían una cierta modorra, por lo cual decidí dormir quince o veinte minutos, como acostumbraba siempre después de comer. A la seis tenía una cita importante, a la cual no debía faltar bajo ningún pretexto. La póliza de seguro de mi casa había expirado el día anterior, pero como surgieran algunas discusiones, quedó decidido que los directores de la compañía me recibirían a las seis para fijar los términos de la renovación. Mirando el reloj de la chimenea (pues me sentía demasiado adormecido para mi reloj del bolsillo) comprobé con placer que aún contaba con veinticinco minutos. Eran las cinco y media; fácilmente llegaría a la compañía de seguros en cinco minutos; y como mis siestas habituales no pasaban jamás de veinticinco, me sentí perfectamente tranquilo y me acomodé para descansar.
Al despertar, muy satisfecho, miré nuevamente el reloj y estuve a punto de empezar a creer en accidentes extraños cuando descubrí que en vez de mi sueño ordinario de quince o veinte minutos sólo había dormido tres, ya que eran las seis menos veintisiete. Volví a dormirme, y al despertar comprobé con estupefacción quetodaví aeran las seis menos veintisiete. Corrí a examinar el reloj, descubriendo que estaba parado. Mi reloj de bolsillo no tardó en informarme que eran las siete y media y, por consiguiente, demasiado tarde para la cita.
-No será nada –me dije-. Mañana por la mañana me presentaré en la oficina y me excusaré. Pero, entretanto, ¿qué le ha ocurrido al reloj?
Al examinarlo descubrí que uno de los cabos del racimo de pasas que había estado desparramando a capirotazos durante el discurso del Ángel de lo Singular había aprovechado la rotura del cristal para alojarse –de manera bastante singular- en el orificio de la llave, de modo que su extremo, al sobresalir de la esfera, había detenido el movimiento del minutero.
-¡Ah, ya veo! –exclamé-. La cosa es clarísima. Un accidente muy natural, como los que ocurren a veces.
Dejé de preocuparme del asunto y a la hora habitual me fui a la cama. Luego de colocar una bujía en una mesilla de lectura a la cabecera, y de intentar la lectura de algunas páginas de la Omnipresencia de la Deidad, me quedé infortunadamente dormido en menos de veinte segundos, dejando la vela encendida.
Mis sueños se vieron aterradoramente perturbados por visiones del Ángel de lo Singular. Me pareció que se agazapaba a los pies del lecho, apartando las cortinas, y que con las huecas y detestables resonancias de una pipa de ron me amenazaba con su más terrible venganza por el desdén con que lo había tratado. Concluyó una larga arenga quitándose su gorro-embudo, insertándomelo en el gaznate e inundándome con un océano de Kirschenwasser, que manaba a torrentes de una de las largas botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo, por fin, insoportable y desperté a tiempo para percibir que una rata se había apoderado de la bujía encendida en la mesilla, peronoa tiempo de impedirle que se metiera con ella en su cueva. Muy pronto asaltó mis narices un olor tan fuerte como sofocante; me di cuenta de que la casa se había incendiado, y pocos minutos más tarde las llamas surgieron violentamente, tanto, que en un período increíblemente corto el entero edificio fue presa del fuego.
Toda salida de mis habitaciones había quedado cortada, salvo una ventana. La multitud reunida abajo no tardó en procurarme una larga escala. Descendía por ella rápidamente sano y salvo cuando a un enorme cerdo (en cuya redonda barriga, así como en todo su aire y fisonomía había algo que me recordaba al Ángel de lo Extraño) se le ocurrió interrumpir el tranquilo sueño de que gozaba en un charco de barro y descubrir que le agradaría rascarse el lomo, no encontrando mejor lugar para hacerlo que el ofrecido por el pie de la escala. Un segundo después caí yo desde lo alto, con la mala fortuna de quebrarme un brazo.
Aquel accidente, junto con la pérdida de mi seguro y la más grave del cabello (totalmente consumido por el fuego), predispuso mi espíritu a las cosas serias, por lo cual me decidí finalmente a casarme.
Había una viuda rica, desconsolada por la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí el bálsamo de mis promesas a las heridas de su espíritu. Llena de vacilaciones, cedió a mis ruegos. Arrodilléme a sus pies, envuelto en gratitud y adoración. Sonrojóse, mientras sus larguísimas trenzas se mezclaban por un momento con los cabellos que el arte de Grandjean me había proporcionado temporariamente. No sé cómo se enredaron nuestros cabellos, pero así ocurrió. Levantéme con una reluciente calva y sin peluca, mientras ella, ahogándose con cabellos ajenos, cedía a la cólera y al desdén. Así terminaron mis esperanzas sobre aquella viuda por culpa de un accidente por cierto imprevisible, pero que la serie natural de los sucesos había provocado.
Sin desesperar, empero, emprendí el asedio de un corazón menos implacable. Los hados me fueron propicios durante un breve período, pero un incidente trivial volvió a interponerse. Al encontrarme con mi novia en una avenida frecuentada por toda laélite de la ciudad, me preparaba a saludarla con una de mis más respetuosas reverencias, cuando alguna partícula de alguna materia se me alojó en el ojo, dejándome completamente ciego por un momento. Antes de que pudiera recobrar la vista, la dama de mi amor había desaparecido, irreparablemente ofendida por lo que consideraba descortesía al dejarla pasar a mi lado sin saludarla. Mientras permanecía desconcertado por lo repentino de este accidente (que podía haberle ocurrido, por lo demás, a cualquier mortal), se me acercó el Ángel de lo Extraño, ofreciéndome su ayuda con una gentileza que no tenía razones para esperar. Examinó mi congestionado ojo con gran delicadeza y habilidad, informándome que me había caído en él una gota, y –sea lo que fuere aquella gota- me la extrajo y me procuró alivio.

Pensé entonces que ya era tiempo de morir, puesto que la mala fortuna había decidido perseguirme, y, en consecuencia, me encaminé al río más cercano. Una vez allí me despojé de mis ropas (dado que bien podemos morir como hemos venido al mundo) y me tiré de cabeza a la corriente, teniendo por único testigo de mi destino a un cuervo solitario, el cual, dejándose llevar por la tentación de comer maíz mojado en aguardiente, se había separado de sus compañeros. Tan pronto me hube tirado al agua, el pájaro resolvió echar a volar llevándose la parte más indispensable de mi vestimenta. Aplacé, por tanto, mis designios suicidas, y luego de introducir las piernas en las mangas de mi chaqueta, me lancé en persecución del villano con toda la celeridad que el caso reclamaba y que las circunstancias permitían. Mas mi cruel destino me acompañaba, como siempre. Mientras corría a toda velocidad, la nariz en alto y sólo preocupado por seguir en su vuelo al ladrón de mi propiedad, percibí de pronto que mis pies ya no tocaban terra firma: acababa de caer a un precipicio, y me hubiera hecho mil pedazos en el fondo, de no tener la buena fortuna de atrapar la cuerda de un globo que pasaba por ahí.

Tan pronto recobré suficientemente los sentidos como para darme cuenta de la terrible situación en que me hallaba (o, mejor, de la cual colgaba), ejercité todas las fuerzas de mis pulmones para llevar dicha terrible situación a conocimiento del aeronauta. Pero en vano grité largo tiempo. O aquel estúpido no me oía, o aquel miserable no quería oír, Entretanto el globo ganaba altura rápidamente, mientras mis fuerzas decrecían con no menor rapidez. Me disponía a resignarme a mi destino y caer silenciosamente al mar, cuando cobré ánimos al oír una profunda voz en lo alto, que parecía estar canturreando un aire de ópera. Mirando hacia arriba, reconocí al Ángel de lo Singular. Con los brazos cruzados, se inclinaba sobre el borde de la barquilla; tenía una pipa en la boca y, mientras exhalaba tranquilamente el humo, parecía muy satisfecho de sí mismo y del universo. En cuanto a mí, estaba demasiado exhausto para hablar, por lo cual me limité a mirarlo con aire implorante.
Durante largo tiempo no dijo nada, aunque me contemplaba cara a cara. Por fin, pasándose la pipa al otro lado de la boca, condescendió a hablar.
-¿Quién es usted y qué diablos hace aquí? –preguntó-. A esta desfachatez, crueldad y afectación sólo pude responder con una sola palabra: ¡Socorro!
-¡Socorro! –repitió el malvado-. ¡Nada te eso! Ahí fa la potella… ¡Arréglese usted solo, y que el tiablo se lo lleve!
Con estas palabras, dejó caer una pesada botella de Kirschenwasser que, dándome exactamente en mitad del cráneo, me produjo la impresión de que mis sesos acababan de volar. Dominado por esta idea me disponía a soltar la cuerda y rendir mi alma con resignación, cuando fui detenido por un grito del ángel, quien me mandaba que no me soltara.
-¡Déngase con fuerza! –gritó-. ¡Y no se abresure! ¿Quiere que le dire la otra potella… o brefiere bortarse bien y ser más sensato?

Al oír esto me apresuré a mover dos veces la cabeza, la primera negativamente, para indicar que por el momento no deseaba recibir la otra botella, y la segunda afirmativamente, a fin de que el ángel supiera que me portaría bien y que sería más sensato. Gracias a ello logré que se dulcificara un tanto.
-Entonces… ¿cree por fin? –inquirió-. ¿Cree por fin en la bosibilidad de lo extraño?
Asentí nuevamente con la cabeza.
-¿Y cree en mí, el Ángel de lo Extraño?
Asentí otra vez.
-¿Y reconoce que usted es un borracho berdido y un estúbido?

Una vez más dije que sí.
-Bues, pien, bonga la mano terecha en el polsillo izquierdo te los bantalones, en señal de su entera sumisión al Ángel de lo Extraño.

Por razones obvias me era absolutamente imposible cumplir su pedido. En primer lugar, tenía el brazo izquierdo fracturado por la caída de la escala y, si soltaba la mano derecha de la soga, no podría sostenerme un solo instante con la otra. En segundo término, no disponía de pantalones hasta encontrara al cuervo. Me vi, pues, precisado, con gran sentimiento, a sacudir negativamente la cabeza, queriendo indicar con ello al ángel que en aquel instante me era imposible acceder a su muy razonable demanda. Pero, apenas había terminado de moverla, cuando…

-¡Fáyase al tiablo, entonces! –rugió el Ángel de lo Extraño.

Y al pronunciar dichas palabras dio una cuchillada a la soga que me sostenía, y como esto ocurría precisamente sobre mi casa (la cual, en el curso de mis peregrinaciones, había sido hábilmente reconstruida), terminé cayendo de cabeza en la ancha chimenea y aterricé en el hogar del comedor.

Al recobrar los sentidos –pues la caída me había aturdido terriblemente- descubrí que eran las cuatro de la mañana. Estaba tendido allí donde había caído del globo. Tenía la cabeza metida en las cenizas del extinguido fuego, mientras mis pies reposaban en las ruinas de una mesita volcada, entre los restos de una variada comida, junto con los cuales había un periódico, algunos vasos y botellas rotos y un jarro vacío de Kirschenwasser de Schiedam. Tal fue la venganza del Ángel de lo Extraño.