jueves, 1 de septiembre de 2011

LA SANGRE DEL VAMPIRO, DE MANUEL YÁÑEZ SOLANA.


Todos habían recibido la misma tarjeta impresa con letras de oro, en la que aparecían un león lampante en su zona superior derecha, una corona plateada en el centro y, ocupando toda la mitad inferior, un nombre y unos títulos de lo más sugerentes: Hubert de Branville, conde de Vampire, barón de Cayenne y príncipe de Gestorben. Por la parte de atrás, el mensaje era el mismo:

«Mi entrañable amigo, le ruego que se digne ayudarme a reparar el error inmenso de no haberle podido tratar en los últimos años. Le anticipo que el viernes, a las 22,45 horas, si me concede el honor de venir a mi palacio, en la rue del Sena número 391, le proporcionaré una sorpresa que nunca conseguirá olvidar».

El primero que entró en aquel salón elegante, aunque exageradamente decorado en tonos violetas y negros, fue el magistrado Jean Pierre Vernon, un cincuentón de porte soberbio, monóculo sobre el ojo derecho, perilla a lo Napoleón III y generador de una sonora respiración delatora de un asma mal curado, que él siempre se empeñaba en disimular con tosecillas y carraspeos que venían a poner en mayor evidencia su defecto. Pocos minutos después, madame Loiseau hizo su aparición contoneándose ligeramente, bañada en agua de colonia y con un vestido propio de sus visitas al palacio de Versalles. No había abusado del maquillaje, en favor de que a sus treinta y cuatro años seguía conservando un cutis de adolescente y una belleza que Edouard Manet había reflejado en su cuadro Música en el Jardín de las Tullerías, y llevaba su negro cabello suelto bajo un pequeño sombrero rosado.

No había ninguna duda de que era curiosidad lo que resplandecía en sus bellísimas pupilas, por eso saludó a aquel arrogante extraño con un leve movimiento de cabeza, débilmente contrariada por el hecho de que el severo mayordomo no hubiese cumplido con el deber de presentarlos. El tercero en llegar fue el comisario Constant Millet, todavía con los efluvios del borgoña en la mente y con el sabor de los «caracoles a la Ruán» en la garganta. Era algo más que obeso, rojo desde la frente al pescuezo, vestía su mejor chaqué y se había puesto el lazo de la Legión de Honor, que sólo le correspondía en una parte minúscula, ya que lo recibió la Prefectura de Biarritz cuando él era un gendarme.

Se quitó el gabán ante los dos desconocidos, y le asaltó un cierto pudor al descubrir la bola de billar que era su cabeza sin el sombrero de copa. La presencia del juez Barbizon sirvió para animar a los otros personajes, ya que todos le conocían. El viejo, honorable y delgado caballero se había hecho demasiado famoso debido a sus recientes éxitos en la Francia continental, en especial por su habilidad al resolver la disputa económica entre la Casa Rotschild y el diario La Vie Française. El engolamiento de esta eminencia creció igual que las burbujas del champagne al verse recibido por la admiración y el elogio de aquel trío, que parecía pertenecer a la alta sociedad y a ninguno de los cuales tenía el gusto de conocer.

El quinto invitado irrumpió en la estancia bastante aparatosamente, pues ya eran las 23,10 horas, lo que significaba que había vuelto a obedecer a su bien ganada fama de impuntual. Era el notario Lamaneur, que echó un vistazo al cuarteto por encima de sus impertinentes nada femeninos, se atusó los mostachos y estampilló un «buenas noches», que a los demás les hubiera provocado la risa de no verse superados por la expectación de lo desconocido que suponía su presencia en el palacio de un noble tan prestigioso. ¿Qué sorpresa les reservaba el dueño de aquel lugar? ¿Por qué les había citado a los cinco a la misma hora y sirviéndose de una nota tan sugerente y prometedora de emociones desconocidas?

Eran muchas las preguntas que el quinteto se estaba formulando. Pero atrajo todo su interés la llegada del severo mayordomo, el cual, cumpliendo el papel de un chambelán, golpeó un bastón sobre el suelo y anunció:

—¡Excelentísimo monsieur Hubert de Branville, Conde de Vampire, Barón de Cayenne y Príncipe de Gestorben!

Sólo el juez Barbizon se mantuvo erguido, aunque inclinó un poco la cabeza, mientras los otros cuatro invitados iniciaban una reverencia similar a la que hubiesen dedicado al mismo Napoleón III. Cuando elevaron sus miradas se encontraron con una belleza masculina que los deslumbró.

Nunca habían visto nada parecido: algo más de un metro y noventa centímetros de estatura, largo cabello negro ondulado, que llevaba peinado de una forma varonil, discreto bigote bajo el que resaltaban unos labios sensuales y enérgicos, ojos azules, fríos y hermosísimos, nariz levemente aguileña y una tez pálida y delicada. Vestía elegantemente y llevaba una capa negra de forro rojo muy vivo. Ni el propio Alejandro Dumas
hubiese encontrado un héroe de aquella fascinación... ¿O acaso pudieron tener Cagliostro o Edmundo Dantes unas similares características?

Lo más singular fue que los cinco personajes reconocieron mentalmente que su anfitrión les resultaba familiar. Y un hielo de intranquilidad hizo que sufriesen un primer escalofrío.

—Mis entrañables amigos, ¡cómo deseaba volverles a tener delante de mí! No, por favor, déjenme que les brinde la explicación que se merecen. Pero, antes, les ruego que tomen asiento —invitó con unos ademanes seguros no exentos de cortesía—. Procuraré ser lo más breve posible... Han pasado catorce años desde entonces, y la mayoría de ustedes sólo permanecieron en Bayona dos días escasos. ¿Comprenden ahora por qué todos nos estamos considerando unos auténticos extraños cuando nos hallamos unidos, vinculados, por un suceso que únicamente a uno de nosotros, «a mí», le supuso un acontecimiento imposible de olvidar? Me parece que mis palabras sólo están sirviendo para confundirles todavía más... Lo efectivo sería que yo me sirviera de una evidencia física o «humana»... ¡Si supieran ustedes lo mucho que me repugna utilizar cualquier forma de la palabra «humana»!

Los escalofríos ya se habían generalizado entre los cinco invitados; pero ninguno acusó el impulso desesperado de escapar de allí. Porque una morbosa curiosidad les mantenía clavados al suelo de aquella estancia, donde les iba a ser descubierto algo que les afectaba profundamente, aunque no pudieran suponer de qué se trataba. El hermoso aristócrata dio una seca palmada, a la vez que su rostro adquiría la expresión del verdugo más implacable. Acto seguido, se escucharon unos pasos y un golpeteo de cadenas, cuya resonancia forzó a que el quinteto se pusiera de pie, todos ellos muy asustados. Cuando el encadenado atravesó la puerta, acompañado por el mayordomo, el notario Lamaneur se quedó sin habla, con el mentón tembloroso y los ojos desorbitados. Mientras tanto, Hubert de Branville, el hermoso aristócrata, recogía un estuche de caoba, grande y alargado, que también había traído su servidor.

—¡Sebastián...! —exclamó el notario, sin poder creer lo que estaba viendo—. ¡Hijo... Hijo mío...! ¿Cómo es posible... si fuiste asesinado en 1855, hace catorce años...? ¡Dios mío, Dios mío...! ¿Por qué vas encadenado... y quién te ha tratado con tanta crueldad?
—¿Sebastián qué...? ¿Dígame qué apellido tiene su hijo? —exigió el juez Barbizon, mostrando todo el despotismo que le cegaba cuando se veía sobrepasado por los hechos—.¡Contésteme, se lo ordeno!
—Pero, ¿es que usted no tiene ni un ápice de piedad frente a la angustia de un padre? —protestó madame Loiseau, buscando un desahogo que le permitiera alejarse de su propia confusión.
—¡Métase donde le corresponde, mujerzuela! —replicó el juez, alzando la diestra como si estuviera dispuesto a golpearla.
—¡No le permito que me insulte! ¡Es usted un monstruo de grosería y...!
—¡CÁLLENSE!

El grito del anfitrión actuó como una tenaza de hielo, que dejó al quinteto inmóvil, sin voz y totalmente esclavizados a unas decisiones que no les eran ajenas, pero ante las cuales ya nada más que debían limitarse a esperar.

—Mi prisionero se llama Sebastián Lamaneur, y fue «asesinado» el 22 de enero de 1855, en Balanzón, una aldea que se encuentra a veinte kilómetros de Bayona... ¿A que empiezan a hacer memoria, mis «entrañables» amigos? Déjenlo, les aseguro que pueden ahorrarse las afirmaciones; además, conviene la brevedad de las explicaciones, debido a que los actos que todos vamos a representar exigirán unos niveles de dramatismo escénico tan sobrenaturales, que me permito aconsejarles que reserven sus energías para ese momento...

Hubert de Branville hizo una pausa, se volvió de espaldas sabiéndose taladrado por las miradas de sus cinco invitados, y extrajo del estuche de caoba una pistola con la empuñadura de oro.

—Todos ustedes intervinieron en uno de los juicios más breves que conoce la jurisprudencia francesa. Las pruebas eran tan irrefutables: usted, madame Loiseau, vio al acusado armado de un cuchillo y le escuchó jurar que iba a matar a Sebastián; mientras que usted, monsieur Lamaneur, aportó los suficientes testigos para convertir en irrebatible la circunstancia de que su hijo siempre había sido envidiado, odiado y hasta golpeado, en infinidad de ocasiones, por el acusado: YO. Además, juró haber tenido que intervenir, la noche anterior al día de autos, en una disputa terrible entre su hijo y el acusado, la cual concluyó con el anuncio por parte de este último, YO, de «enviar a la tumba» a su rival; y, por último, me dirijo a usted, comisario Constant Millet, porque aportó el cuchillo, jurando haberlo encontrado bajo las maderas del suelo de la habitación del acusado, que era YO, con las ropas ensangrentadas de la víctima. A lo que añadió usted el testimonio de que el cadáver había sido arrojado a una ciénaga de imposible desecación... Ahora debería dirigirme al presidente del tribunal y al fiscal de aquel juicio; sin embargo, ¿no se entiende por todo lo expuesto anteriormente que las funciones de ustedes, monsieur Barbillón y monsieur Vernon, fueron meramente «burocráticas»? Hubiesen carecido de importancia, ¡de no haber servido para sentenciar a cadena perpetua a un inocente, A MÍ!

Esta afirmación provocó que los dos aludidos se levantaran. Pero, en el acto, volvieron a sentarse, más rojos por su impotencia que por la humillación que estaban sufriendo.

—Como resulta que no hubo un asesinato, ¡ya que el «asesinado» se encuentra aquí, bien encadenado, después de haberse estado escondiendo bajo otro nombre durante estos últimos catorce años!, considero que nada se pierde dejando que los hechos que se reflejan en el libro MMMCXI, folios 405 a 417, que se conserva en los archivos de los juzgados de Bayona, correspondan a la realidad. ¿No les parece?

Y con la mayor naturalidad, Hubert de Branville colocó el cañón de la pistola en la sien izquierda de Sebastián Lamaneur, apretó el gatillo, y le voló la tapa de los sesos. Un terremoto no hubiera causado mayor horror y estupefacción sobre el ánimo de los cinco invitados. Se pusieron de pie impulsados por el resorte de todos sus nervios en conmoción. Y es que acababan de cobrar consciencia de que una representación sobrenatural había dado comienzo ante ellos. Tan pálidos como unos cadáveres, con las cuerdas bucales imposibilitadas para formular ni el sonido más simple y con los ojos desorbitados, aceptaron su papel de meros espectadores, a pesar de que estaban jugando otro muy distinto: actores forzados por las consecuencias de un pasado que habían creído perdido en los desfiladeros del olvido.

Mientras tanto, en medio del eco sonoro de la detonación, cada vez más atenuado a unos niveles físicos, se escucharon los débiles sonidos que originaba el cruel anfitrión al recargar la pistola de empuñadura de oro.

—¡Asesino, asesino...! —vociferó el notario Lamaneur—. ¡Con mis propias manos le haré pagar la muerte de mi hijo...!
—¡Cálmese, mi «entrañable amigo»! ¿O prefiere que malgaste en su cabeza de iluso otra bala? —amenazó el aristócrata, encerrando más frialdad de plomo en sus ojos que en la armada diestra—. ¿Tanto le cuesta entender que es usted, como los demás, mi prisionero?

El infeliz, de sesenta años, con los impertinentes colgando sobre su agitado pecho, llorando y dominado por el pánico y la confusión, retrocedió hasta su asiento. Al mismo tiempo, los otro cuatro personajes, también temblando, no dejaban de contemplar a su hermoso carcelero-verdugo, porque comenzaban a saber cuál era su identidad real.

—¿Quién es usted, además de Hubert Laval?—preguntó madame Loiseau, sintiendo que la respuesta estaba en la punta de sus labios.
—Me parece que ya es innecesario que se lo diga. Claro que, a pesar de la mucha perversión que me ha envuelto en estos últimos trece años, todavía conservo cierto respeto hacia las damas, a pesar de que sean tan putas como tú, «la siempre abierta de los Pirineos»... ¿A que era así como te llamaban los guapos vascos españoles y franceses que acudían a tu burdel antes de que te casases con un bobalicón banquero parisino, gracias a cuyo dinero has llegado a entrar en la Corte de Versalles?

La mujer le estaba escuchando roja de vergüenza, temblándole la blanca garganta embellecida con un doble collar de perlas, y tragándose su sorpresa desesperada.

—En efecto, soy Hubert Laval, el joven «inocente» al que se le acusó de asesinar a Sebastián Lamaneur. Lo que no deja de ser, desde hace unos minutos, una verdad indiscutible... ¿No creen que yo había adquirido el «derecho» de tomarme la justicia por mi mano?

Los cinco personajes se miraron, buscando un apoyo en los demás; y, después, se lanzaron hacia delante, creyendo que unidos podrían amedrentar a aquel loco. Realmente, les movía el último rescoldo de la soberbia, la codicia y la corrupción que habían constituido los cimientos de sus existencias de seres sociales...

¡Pero habían olvidado lo «sobrenatural» de la representación dramática que se les había anunciado!

Se dieron cuenta de su error inmenso, paralizados por el terror, cuando Hubert Laval extendió los brazos hacia los lados, expandiendo su capa roja, sonrió mostrando unos colmillos afiladísimos, y sobre una espiral de carcajadas escalofriantes remontó el vuelo. ¡En el momento que sus pies se separaron del suelo, su cuerpo se transformó en el de un vampiro
gigantesco, que giró sobre la lámpara, inició unas cabriolas por los laterales del techo, y fue a posarse en lo alto de los cortinajes del ventanal que separaba la estancia de la noche parisina!

Una guadaña de muerte se alzó por encima de las cabezas del quinteto, y la voluntad de todos ellos se quebró como una porcelana de Sebres al impactar contra el duro suelo. Por eso se pegaron a la pared, sumidos en la individualidad culpable de sus miedos ancestrales. Los que aún no habían olvidado los rezos, comenzaron a intentar dar forma a una defensa mental. Pero les resultó imposible formar ni una sola frase coherente.

—Es muy fácil obtener los títulos de nobleza cuando se dispone de mucho dinero —dijo Hubert Laval nada más recuperar su forma «humana»—. Sólo tuve que pagar a unos procuradores y a varios especialistas en heráldica... Compré el condado de Vampire por la similitud con mi condición, aunque debía llamarme «brucolaco», que es el nombre que se daba en los Pirineos a los «no muertos» que chupan la sangre de los vivos en sus recorridos nocturnos, pero como no pude encontrarlo... La utilización del rango de Barón de Cayenne lo considero justo, pues estuve trece años en el penal de Cayena. Y respecto al Principado de Gestorben, ¿es necesario que les diga que esta palabra alemana significa «muerto»?

Hizo una pausa para caminar hacia donde se encontraba madame Loiseau, a la que soltó el doble collar de perlas.

—¡Qué adorable garganta, querida mía! —susurró voluptuoso, con la boca llena de la saliva del glotón que se anticipa mentalmente al banquete que va a obtener—. Sólo dos veces me acosté contigo, y en ninguna de ellas me fijé en esta «maravilla»... Viéndola tan temblorosa, ofreciéndome esas dos venas gorditas y suculentas, entiendo por qué Sebastián quiso casarse contigo. Por eso montó toda la farsa de su asesinato como castigo a mi propósito de contar a su padre que tú eras una puta, y de descubrir que él también se disponía a robar un millón de francos, lo que hizo. Por cierto, este delito no se mencionó durante el juicio, debido a que nadie los relacionó. Tú eras la única que pudiste hacerlo; pero tuviste miedo al comprobar que Hubert Laval, YO, estaba siendo acusado de haber asesinado al que prefirió huir con el dinero, esto tú lo ignorabas, luego de montar todas las pruebas que a mí me incriminaron. Después, escapó de allí con un nombre falso, que acreditaban unos documentos hábilmente amañados... ¿Por qué me detengo en dar unas frías explicaciones cuando se halla a mi disposición un cuello tan apetecible...?

Las últimas palabras las formuló sobre la piel femenina, quemándola. Después, parsimoniosamente, clavó los dientes en la carne rendida, dejó que brotase en abundancia la golosina de la sangre, y la sorbió con fruición. Al mismo tiempo, ella le abrazaba, amándole como al primer hombre de su vida, con los pezones erectos, el clítoris vibrándole y con una tromba de orgasmos manando en sus genitales: ¡la posesión total del amante eterno que le estaba brindando una existencia más allá de la muerte!

Y madame Loiseau jadeaba manteniendo los ojos cerrados y el labio inferior palpitándole al mismo ritmo que las succiones del vampiro
, sin dejar de repetir:

—¡Más... Más...!

Estaba siendo complacida generosamente, porque su existencia multiplicaba el riego sanguíneo, confería una mayor intensidad a los bombeos de su corazón y enriquecía el sabor de ese líquido que estaba sirviendo de vínculo diabólico entre ambos. Extenuada por la morbosa felicidad, cayó desfallecida en el suelo, pálida como una muerta. Hubert Laval no se dio la vuelta para mirar a sus otros cuatro invitados. Dos gotas de sangre asomaban en sus labios, que lamió con una lengua rojísima, golosamente. Sus ojos resplandecían como gemas de fuego, y su rostro mostraba el reflejo del tirano que se dispone a satisfacer todos sus caprichos sobre los cuerpos de sus esclavos.

—No es en Cayena donde se encuentra la verdadera perversión —volvió el vampiro
a retomar el hilo de sus satánicos razonamientos—; aunque, he de admitirlo, bajo los azotes del látigo caprichoso, comiendo bazofia, durmiendo en la humedad cenagosa de los trópicos, hermanado con la sangre, los insectos, los reptiles y las ratas, arrastrado por la corrupción, por la destrucción del propio yo y por la cobardía, allí terminé sumergiéndome en un infecto lodazal, como les ocurría a todos los demás prisioneros. Yo tardé dos años en sucumbir. Luego, me volví más perverso que los propios carceleros, hasta que me llamaron la atención esos presidiarios que llegaban a sobrevivir después de quince y veinte años de estancia en aquel universo de torturas y miserias... ¡Así conquisté el misterio de los «no muertos»: la hermandad con Satán, el Rey de las Tinieblas! Me iniciaron un viejo rumano y un negro jamaicano... ¿Verdad que os ha interesado tanto mi historia como para que, en este preciso instante, los cuatro estéis deseando que yo os «inicie» a vosotros?

La boca del hermoso vampiro
se había cerrado, pero sus palabras quedaron en el aire, envolviendo a unas presas que en ningún momento habían dejado de temblar intensamente.

Hubert Laval avanzó unos pasos, hasta llegar a una lujosa estantería. Sus manos rodearon un cáliz de oro, en cuya superficie externa se había forjado la risa del diablo. Dejó el espléndido recipiente en una mesa, sin cesar de mirar al cuarteto, se arrancó la chaqueta, rompió su blanca camisa y exhibió su tórax velludo, con una piel que ofrecía todas las calidades del bermellón. Después de mostrar las uñas afiladas y larguísimas de los dedos anular e índice de su mano derecha, dos estiletes auténticos, se cortó una vena por debajo del corazón.

¡La sangre del vampiro
broto como un diminuto manantial de rojo, oscuro y espeso líquido! Al mismo tiempo que llenaba el cáliz con su fluido vital, Hubert Laval debió apoyarse en la mesa, casi agotado y muy feliz. Entonces, el notario Lamaneur encontró las fuerzas suficientes para deslizarse hasta donde se encontraba la pistola de empuñadura de oro. La blandió con las dos manos, e hizo fuego apuntando hacia la espalda del monstruo.

Tronó la pólvora.

¡Y también tronó la voz del que seguía comportándose como un iluso, porque estaba viendo cómo el cadáver de su hijo se incorporaba, con el cráneo abierto y los sesos por cabellera, para acercarse a él con andares vacilantes y las manos extendidas...! El notario corrió a esconderse detrás de los cortinajes; luego, buscó la protección del mueble biblioteca; más adelante, el amparo de unos sillones... Pero el engendro siempre le encontraba. Utilizó todo lo que se hallaba a su alcance como armas arrojadizas, sin que pudiera impedir, cuando el terror y el cansancio ya le habían situado en la frontera del colapso cardíaco, que las manos de su hijo, impulsadas por una voluntad infernal, le rodeasen el cuello, apretando. ¡Apretando hasta la estrangulación!

Cuando el notario se desplomó, sin vida, también perdió sus energías el cadáver de su hijo, por lo que cayó en el suelo, inerte.

—Nadie muere totalmente en mi palacio —expuso Hubert Laval, dando pruebas de que el proyectil no le había causado ni el más mínimo daño—. Ahora sellaremos nuestro sangriento «vínculo de perversión», mis «entrañables» amigos...

Muy despacio, ceremoniosamente, se aproximó al comisario Constant Millet, cuyo orondo rostro mostraba la palidez de la tisis, y le ofreció el cáliz con estas palabras:

—A usted le resultó muy sencillo aceptar las pruebas que me incriminaban, sin comprobar su veracidad. Le diré que fue Sebastián quien le envió la nota, en la que se le indicaba que el «cuchillo homicida» se encontraba escondido en mi dormitorio. Por otra parte, usted aceptó el soborno que le ofreció el notario Lamaneur para que diese por buena, sin más, la versión de que el cadáver había sido arrojado a la ciénaga. ¿No da idea este proceder suyo de una perversa afición a aceptar esos enjuagues en muchas otras ocasiones? Ahora yo le ofrezco dos alternativas: la primera, morir brutalmente, para que su cuerpo «humano» se convierta en pasto de la putrefacción; y segunda, el sueño eterno de los «no muertos», que le proporcionará la bebida de mi sangre... ¿Qué decide?

El espléndido recipiente cambió de manos. Los dedos gordezuelos que lo recibieron vacilaron durante unos instantes, pero no tardaron en elevarse, con el fin de que unos labios fríos y estrechos se abrieran a la espera de la ingestión del líquido nauseabundo. Pero, al recibirlo en su garganta, se vio asaltado por una avidez singular.

—¡Cálmese usted, pues debe dejar la cantidad suficiente para nuestros restantes amigos! —recomendó el vampiro
, a la vez que recuperaba la posesión del cáliz.

Seguidamente, fue en busca del magistrado Jean Pierre Vernon, al que elogió de esta manera—: ¡Cuánta elocuencia la suya al demostrar mi propensión natural a comportarme como un asesino! Sin haber verificado la solidez, de las pruebas aportadas por la Prefectura, construyó una historia «creíble» y condenatoria, cuando yo era totalmente inocente. Volvemos a encontrarnos con un hábito de «perversión» que no fue el primero, ni el último, que usted utilizó en su larga trayectoria como fiscal. Ya ha escuchado las dos opciones que ofrezco. ¿Por cuál de ellas se inclina?

El cincuentón de porte ya nada soberbio, perdido el engomamiento de su perilla a lo Napoleón III por culpa del frío sudor, aceptó beber unos sorbos de sangre.

—Ahora le toca a usted, mi «honorable» juez... Casi se podría decir que su labor, durante el corto tiempo que presidió el tribunal que me condenó a cadena perpetua, resultó meramente formalista. Pero se da el caso de que, al enfrentarse a esas pruebas carentes de la suficiente veracidad, supo apretar las clavijas con el fin de obtener un jugoso beneficio. Y el notario Lamaneur fue generoso al respecto... ¿Me equivoco si le considero un hombre de una ambición desmedida? ¡Fíjese que suerte la suya: si acepta convertirse en un «no muerto», adquirirá la facultad de localizar esos tesoros y riquezas que han sido enterrados por los hombres desde el principio de los siglos! Mi oferta ya le parece fabulosa, ¿verdad? La prueba de que no le miento la tiene en mi condición actual: ¿de dónde cree que he obtenido la fortuna y la posibilidad de que mi ataúd fuese trasladado desde Cayena a Francia? Ande, beba un trago de mi sangre. ¡Y arrójese a las deslumbrantes tinieblas de la eternidad!

El viejo llevó el recipiente a su boca, para apurar las últimas gotas salidas del cuerpo del vampiro
. Y en aquel mismo instante, los tres últimos invitados que permanecían en pie sintieron un mortal ahogo, intentaron apresar todo el aire que les rodeaba, bracearon en su impotencia y, sabiendo que habían sido engañados, se hundieron en la nada más absoluta, en el negro pozo sin retorno donde se ha perdido el derecho a las respuestas.

—Todos estáis muertos, pero no como yo. ¡Porque vais a ser mis esclavos cada vez que me apetezca sacaros de la tumba! Mi sangre os ha «vinculado» a mis caprichos. Cada momento que os permita abandonar el féretro, quizá dentro de uno o dos años, acaso espere un tiempo superior, no tendréis mi belleza, sino el aspecto físico que corresponda a la putrefacción de vuestros cuerpos. ¡Por eso no dejaréis jamás de maldecir el haber perdido el derecho al «descanso eterno»!

Y al final de esta frase, Hubert Laval liberó una carcajada apocalíptica, que hizo temblar las paredes de su palacio y se escuchó en toda la ciudad de París.

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